Todos estamos colaborando constantemente en un futuro que todos tratamos de controlar, pero solo podemos hacerlo hasta cierto grado.
                                                                                                           - Richard Linklater

El cine posee la capacidad de congelar el tiempo, de capturar las idiosincrasias de un periodo -su entorno histórico, lo que estuvo de moda, las ideas que predominaron en su respectiva época- e inmortalizarlas en fotogramas. Boyhood, el inigualable filme del director Richard Linklater, realiza eso y más, pues nunca antes una sola obra cinematográfica había sido capaz de capturar tan ejemplarmente la fugacidad con la que las horas, meses y años se nos deslizan entre las manos como gotas de agua, resultando en una tierna experiencia agridulce que lo mismo conmueve que invita a reflexionar durante los días que nos mantiene cautivos con su hechizo.

Esta maravillosa máquina del tiempo comenzó a construirse en el 2002, cuando Linklater inició la producción de un abarcador proyecto cuyo futuro era tan incierto como la vida misma. La idea era filmar el crecimiento de una persona desde la infancia hasta los 18 años sin saber el giro que daría la vida del joven protagonista en el mundo real. El concepto requirió del compromiso de cuatro actores, principalmente el de Ellar Coltrane, y los miembros de lo que sería su familia inmediata en pantalla, compuesta por Patricia Arquette e Ethan Hawke, como sus padres, y Lorelei Linklater –hija del director-, como su hermana. Ahora, 12 años después, se nos invita a formar parte de este viaje que en 165 minutos nos hace sentir de golpe cuán efímero es el tiempo. Tanto así, que apenas se percibe el paso de las casi tres horas de duración. Lo que nos deja es un indeleble sentido de haber formado parte de algo único y especial.

Linklater marca el paso del tiempo de dos formas. La primera es obvia, pues vemos el envejecimiento del elenco, quienes de una escena a la otra suben y bajan de peso, el cabello les crece o se le acorta y las arrugas hacen su aparición progresivamente. Es un efecto hermosamente chocante que enfatiza el acertado cliché de que el tiempo se va en un abrir y cerrar de ojos. La otra es más orgánica: mediante la inserción de identificadores, como un éxito de Britney Spears, dos niños jugando Wii, el estreno de The Dark Knight, la campaña presidencial de Barack Obama o una conversación vía Skype. Muchos de estos evocarán sentimientos de nostalgia, pero ninguno con el pretexto de arrancar lágrimas fáciles.  

Coltrane interpreta a “Mason”, a quien por primera vez conocemos como un niño de 6 años cuyos padres están divorciados. Tan bien delineados están estos dos personajes y tan naturales son las actuaciones de Hawke y Arquette que no fue hasta que me senté a redactar esta crítica que descubrí que ninguno es identificado por nombre. Aparecen en los créditos simplemente como “Mamá” y “Papá”, nombres comunes que describen su función en la vida de Mason mas no así la importancia en su desarrollo. Son sus acciones –o, a veces, la falta de ellas- lo que los define, y Linklater los observa tan detenidamente que al final los conocemos a cabalidad, pues Boyhood no es solo la historia de “Mason” sino la de las personas en su periferia.

Estructurada como una serie de cortometrajes, la ambición de la película yace precisamente en la humildad de su propuesta. Se trata puramente del crecimiento de un niño, pero valga si plasmar eso en celuloide durante más de una década no es nada menos que ambicioso. Seguimos los pasos de “Mason” mientras él y su hermana se mudan de un pueblo tejano a otro, ya sea porque su madre encontró un mejor empleo o a raíz de una nueva relación sentimental. Todos terminan siendo figuras paternales decepcionantes, incluso peligrosas, que rayan en la mera caricatura, una de las pocas fallas del largometraje que incluyen un momento sumamente forzado entre la madre y el empleado de un restaurante que se siente aún más falso al estar rodeado de tanta genuinidad.

Porque, sí, aun siendo uno de los estrenos más aclamados del 2014 –o, quizá, debido a las expectativas que inevitablemente vienen con esto-, hallé unas pequeñas pero notables deficiencias en Boyhood que la limitaron de ser la experiencia trascendental que tanto esperaba. Emocionalmente la actuación de Coltrane me mantuvo a distancia aunque empático hacia su papel. La adolescencia de “Mason” no resulta particularmente interesante, y el ritmo de la historia sufre a raíz de esto, pero siendo justos, ¿la de quién lo es? Todos titubeamos durante esos años en los que tratamos fútilmente de definir quiénes somos años antes de contar con las vivencias que nos influenciarán. Mientras más las contemplo, más fácil se me hace ver estas imperfecciones como partes íntegras del desarrollo, que es exactamente lo que el filme expone.


Lo que sí sobresale una vez más es la fijación de Linklater por atrapar estampas en el tiempo, algo que lo ha cautivado desde su ópera prima, Slacker, en la que seguimos el fascinante relevo de un grupo aleatorio de personajes durante 24 horas. El cineasta estadounidense posee un don para que sus libretos parezcan improvisados, capturando la espontaneidad del momento entre un grupo de estudiantes en su último días de clase (Dazed and Confused) o el progreso de una relación amorosa a través de las tres magníficas películas que componen su Before TrilogyBoyhood toma esta afinidad y la lleva a su máxima expresión en un ejercicio destinado a marcar un hito en la historia del séptimo arte. 

Linklater no podrá controlar el tiempo, pero en el cine lo moldea mejor que nadie.

Nota al calce: Hace unos días mi hijo cumplió siete años. Tal parece que pestañeé, y ¡puff!… se esfumaron siete años. Entre ellos se fueron enredados pequeños instantes que probablemente jamás volveré a recordar. Boyhood cuenta con varios de estos momentos aparentemente insignificantes, y su magia radica en hacer valer su importancia en el presente, que como bien subraya en su poderoso final, es el único tiempo que verdaderamente importa.