Estamos viviendo uno de los períodos más esperanzadores de nuestras vidas. 

Durante bastante tiempo vivimos combatiendo la frustración íntimamente debido a la decepción general, traducida en resignación, que captábamos a nuestro alrededor. Hasta llegamos a preguntarnos: ¿será que terminaremos por integrarnos al individualismo, a sobreponer el “yo” al “nuestro”; a renunciar a los ideales de solidaridad y justicia que aún permanecen en nuestras conciencias?

Hasta que llegó este momento, inesperado para muchos, en que nuestro pueblo, por sobre lealtades partidistas, dogmas manipuladores y pronunciamientos hipócritas, dijo ¡basta! Y lo determinó espontáneamente, con auténtico propósito de unidad; sin espacio para los que pretendían venir a pescar (políticamente) en río revuelto. Pienso que ya éstos han empezado a entender que ese río no está revuelto; es un río encauzado hacia la dignidad. 

Ver en acción conjuntamente los distintos sectores de nuestra ciudad, sin necesidad de “líderes” para que mantengan el “orden”, y determinen los “dónde”, los “cuándo” y los “por qué”, y que todo se conduzca como hasta hoy, encumbra las capacidades de nuestro pueblo para regir su destino y mantenerse alerta en lo sucesivo, a la hora de elegir a quienes le concederemos el privilegio de servirle a la patria. 

 ¡Cuánta alegría nos ha hecho sentir ver a la juventud (en términos de edad y de actitudes) liderando esta transición, esta revolución pacífica que constituye una de las páginas más gloriosas de nuestra historia!