El tiempo ha pasado y, aunque apenas han transcurrido tres meses, parece una eternidad.

Cercana la fecha del reencuentro un hormigueo recorría el cuerpo. El dormir se hacía cada vez más difícil y el deseo de que los días pasaran rápido era incontrolable. 

Llegó la tan esperada fecha. Un auto o un avión era el último paso para poder abrazarlos, besarlos y por qué no, llorar de alegría. Volver a ver a nuestros hijos e hijas ya universitarios o casados era el mejor regalo adelantado de Navidad y la mejor manera de dar gracias a la vida.

Escondida en una esquina, mamá controlaba los nervios para saltar frente él o ella y darle la gran sorpresa. Pero la ansiedad la traicionó y obligó una salida que delató las intenciones.

Fue ahí que salimos corriendo para dar el abrazo, besar y llorar de alegría al ver al “nene o la nena”. Habíamos planificado grabar el momento en que la felicidad se desbordaba y las risas se escuchaban en descontrol. Pero la misma emoción nos hizo olvidar apretar el botoncito de “record”. 

Las próximas horas y días serían de preguntas. Ellos por su parte nos harían miles anécdotas, chistes y por qué no, historias de sus vicisitudes en su primer semestre como joven “libre e independiente”. De momento surgirían los primeros conatos de discusión porque siempre se es papá y mamá. Pero ya el respeto por el espacio y su nueva etapa de vida salvaba las diferencias. 

Entonces llegó Acción de Gracias y para aquellos como yo que pensamos que el agradecer a la vida, a Dios y al Universo es algo de todos los días, agradecimos con más fuerza de espíritu al verlos bien y triunfando. 

Así fue transcurriendo el tiempo y el análisis y evaluación del proceso -incluyendo errores y equivocaciones- se convirtió en un desahogo de ambos lados. Sí, nuestros hijos están viviendo sus propias experiencias y nos toca escucharlos, apoyarlos, aconsejarlos y darles nuevas herramientas para seguir hacia adelante.

Fue entonces cuando nos dimos cuenta que el momento de volver a separarnos se acercaba. Esta vez fueron ellos quienes se recostaron en nuestros hombros o nuestras faldas para recibir el “ñoño” final. Entonces nos arropó el silencio. Tan solo se escuchaban los latidos de corazones sobresaltados.

Llegó la despedida como aquel día que los dejamos en el aeropuerto o en aquel pueblo para tomar camino al hospedaje. El camino de labranza hacia su propio destino. El camino de su independencia.

Y aunque nuevamente hubo llanto, dolor y tristeza, esta vez fue menos profundo y punzante. Porque pudimos ver lo bien que lo han hecho, lo mucho que han aprendido y que sus alas son más grandes y poderosas. 

De inmediato encontramos consuelo al pensar que en unas semanas nos volveríamos a ver para, juntos y en familia, celebrar las navidades. 

Así unos regresábamos a casa. Otros veían como ellos y ellas tomaban rumbo a su rol de estudiante. 

Fue entonces cuando recordamos el pensamiento en aquella primera separación: “tus hijos no son tuyos si no de la vida”.

De pronto una notificación de mensaje de Instagram sirvió de consuelo. “Lo importante en una familia no es vivir juntos si no permanecer unidos”.