Nunca renegó. Nunca dudó. Nunca miró hacía arriba para reclamar nada más que fuerza y entereza. En el camino, cambió su discurso de pedir sanidad, a uno de más tiempo de vida. Siempre, acatando la voluntad del de arriba.

Es fácil promulgar o creer en Dios en salud. Es fácil, hablar de sus bondades cuando no te duele nada. Mas fácil aun, decir ser creyente y llevar una vida desordenada con prejuicios, vacía de amor propio o a los tuyos. Ella en cambio, promulgó creer cuando su cuerpo estaba minado por cáncer. Cuando a sus 42 años, la visitó una enfermedad mortal con un diagnóstico agresivo de metástasis en pulmones, hígado y huesos. No tan solo eso. Su diagnóstico presentó el mayor nivel de severidad o daño.

Lloró. Coño, cómo no llorar. Era una mujer sana, joven y en su mejor momento como profesional. No renegó. Comenzaba un suplicio y decidió combatir. Luchar. “Tengo miedo” , me dijo, al tiempo que se me tiró a llorar una madrugada en el estacionamiento del canal. “No me gustaron las caras de los que me atendieron” me dijo entre sollozos. “Vine, por que me haces reír”. Les confieso que tenía un taco en la garganta. A las 8 con algunos minutos de ese día, le llegó un mensaje del doctor que la atendió. “Cuando salgas ven rápido a mi oficina y que tu marido venga también”. Así comenzó todo.

No se amilanó al primer pronóstico que describía un panorama poco alentador. Apostó a vivir. Anhelaba ver a sus hijos crecer. Hacer cosas. Mucho más que las que ya hacía. Viajó a Europa. Visitó el Vaticano. Oró. En cada templo, iglesia o capilla donde fuera, oraba. Prendía una vela y pedía con fuerza.

Siguió viajando. Se montó en lo que era hasta ese momento, es el barco más grande del mundo. Viajó a Costa Rica y República Dominicana. Siempre con mucha gente. A ella le gustaba sentirse siempre rodeada de gente.

Hizo radio. Llegamos a compartir un programa en las tardes. Siempre que tenía energías acudía a dar lo mejor de ella. Hizo teatro. Ah, que momentos. Nerviosa por que tendría que decir malas palabras frente a una auditorio que incluiría familiares. En privado se las soltaba. Me acusaba de que yo le provocaba decir palabras con esdrújulas. Ella, siempre dama. Correcta en público. Eso le asustaba, pero como siempre se lució. Acudí a verla. Nadie le dijo que estaba en el teatro. Al entrar como un resorte me miró. Fue instinto, me dijo. Te sentí.

Tuvimos una hermandad. Cariño. Amor. Respeto. Admiración. Sobre todo solidaridad. Muchos preguntan qué bien se llevan ustedes. La respuesta es fácil. Somos amigos. Panas. Familia, que se reúne todos los días a pasar un rato agradable. Esto no es trabajo. Es un compartir. Sufrimos el dolor del otro. Sentimos las pérdidas. Celebramos las alegrías. Los triunfos de los hijos. Los logros personales. Somos el junte PERFECTO de un grupo imperfecto que un día convocó Kike (Cruz).

Ella sacaba tiempo para enviar mensajes de aliento a quien se lo pedía. Visitaba enfermos. Repartía fe, esperanza y sobre todo, sonrisas. No lo anunciaba. Ni pedía permiso. Simplemente lo hacía. Sacaba de su tiempo para ir con Jossie Latorre a respirar. Si, a respirar. Tomaba tiempo de yoga. Era su ratito para que entrara aire puro a sus maltrechos pulmones. La venganza perfecta.

En mayo, la envié a perseguir otro sueño. “Aspiro tener mi propio show”, me dijo un día. “Lo vamos hacer” dije sin titubear. Montamos un demo. Un piloto, cómo se dice en el argot de la televisión. Se llamaría “Cuéntame tu historia”. Sería un mezcla de historias de interés humano, de superación salpicadas de mucha emoción. Otras igualmente interesantes pero con humor. Era provocar una montaña rusa de emociones. Se lloraría, pero también se nos dibujaría una sonrisa. En síntesis, una alegoría de la vida.

Quedó magistral. A todos les gustó. Lamentablemente enfermó en el verano y no pudimos continuar grabando otras entrevistas para hacer varios especiales en el 2019. Sin embargo,  ese capítulo saldrá al aire. Todos lo verán. Con su sonrisa y sus hoyitos en el cachete.

Se quedaron cosas en el tintero. Siempre quedan. Algunas banales, como disfrutar de la Parada de Macy’s y otras vitales como un libro. Siempre le insistí. Escribe. Escribe tus memorias. Tus pensamientos. Todo. Me recriminaba que eso le robaba mucho tiempo. No auspiciaba pasar horas sentadas escribiendo, robándole tiempo a los suyos.

Dios le regaló más de 1,100 días de vida. Sé que tenía presente ese viaje de ida y vivía con intensidad. Abría los ojos para dar gracias. Abrazó. Amó. Regañó. Corrigió. Pero sobre todo le hizo saber a todos los que a ella le importaban, que eran especiales. Nunca dejó de decir, te quiero. Era genuina, nunca artificial. Le gustaba las fiestas y se fue en grande. No existirá despedida de año en que no la recordemos.

El primero de enero salí al patio de mi casa. Una fría brisa me acarició. El sol estaba más brillante que nunca. Era la presencia del creador. Quizás vino a decir que quien siempre creyó en su promesa, hoy vive eternamente bajo la luz. Espero volverte a ver.

Ella fue esposa, madre, hija. Una súper hija. Extraordinaria profesional. Una sierva de Dios y sobre todo una mujer. Su nombre. Keylla Hernández.