En estos días está sobre la mesa la discusión sobre la alta incidencia de muertes de mujeres a manos de sus parejas o quienes, en un momento dado, lo fueron. Veintidós féminas y un hombre que, al parecer, tenía la mala práctica de ser un maltratante, conforman la fatídica estadística que llevó a un grupo de personas a realizar una activa protesta frente a los portones de La Fortaleza. 

Culpaban al gobierno y a Ricardo Rosselló de ser responsables de la escandalosa ola de muertes. Denunciaban la alegada inacción de la Procuradora de las Mujeres por su supuesta actitud poco activa. Puede que tengan razón en algunos puntos y, ciertamente, el estado puede ser proactivo en varios frentes. 

Sin embargo, soy de los que piensa que la moral no se legisla. Tenemos una responsabilidad social y nos hemos colgado. La “F” más grande es para esa institución que se llama familia. Nuestros hijos son un reflejo extendido de lo que somos como personas. 

Es nuestro deber encaminar a los nuestros en muchos caminos. Debemos hablarles de religión, política, economía y del respeto. Respeto no sólo al ser humano, sino que debemos incluir al resto de los seres vivos, como los animales. Promover la igualdad, comprensión y valores, reitero, es nuestra responsabilidad y no debemos esperar que otros hagan el trabajo por nosotros. 

Lamentablemente, la piedra angular de nuestra sociedad, la familia, se ha desintegrado. La tasa de divorcios es altísima y con ella nos divorciamos de nuestros hijos. Al hacerlo, renunciamos a nuestra misión de vida más importante: el formar o encaminar a estos seres humanos por el difícil camino que se llama vida. 

Debemos darle las herramientas iniciales y promover que en su etapa de adultos, refuercen muchas de esas enseñanzas o las cambien por convicción. Lo más saludable es que lleguen a sus propias conclusiones.

Lo que no debe ser negociable es que nuestros descendientes directos aprendan que el respeto es fundamental. La base principal para lograrlo es el amor. El amor es la carretera que va a desembocar en la sensibilidad y solidaridad. El carácter de cada persona debe tener presente que la mujer, el niño, el envejeciente, el desvalido, el deambulante, en fin, todos son personas honorables con gran valía.

Luego de dejar esto claro pasemos al segundo plano, el ente gubernamental. Ciertamente, el gobierno puede cooperar en esta misión. Por ejemplo, el Departamento de Educación podría incluir cursos en los cuales se toquen estos temas. Fomentar el respeto y combatir nuestra cultura machista. Cultivar la igualdad de todo ser humano y recalcar la equidad. 

Por su parte, el Departamento de Salud debe reforzar programas dirigidos al control de emociones y coraje. No tan solo tenerlos, como sé que existe en la actualidad, sino propiciar su uso. La salud mental del boricua está lacerada. Todos debemos dejar a un lado cualquier prejuicio u orgullo que evite el que busquemos ayuda para fortalecer ese aspecto sicológico.

Hablando de fragilidad mental, ya sabemos que nuestra fuerza policiaca está en “stress”. Sabemos que varios de los casos más notorios de muertes de féminas han sido a manos de agentes o exoficiales. 

Con este dato, la Uniformada debe moverse de forma más proactiva, estableciendo que los programas sicológicos sean frecuentes y obligatorios. Se puede, incluso, propiciar que todos los agentes acudan dos veces al año a una evaluación. Así se detectarían casos que pudieran resultar severos. 

En fin, este asunto es una labor de equipo. No le dejemos todo al Estado. Sembrar y cultivar la semilla del respeto comienza en casa. La esposa o el esposo es nuestro compañero de viaje en esta esquiadora existencia que se llama vida. 

No somos seres perfectos, pero existen las herramientas terrenales y espirituales para disfrutar al máximo lejos de amargura. Trabajemos en ello.