La Cumbre de Seguridad, convocada por el gobierno ayer en el Centro de Convenciones, comenzó de una manera tan poderosa como inusual, cuando un excriminal tomó la palabra para exponer su pasado y, al mismo tiempo, revelar las fallas que, de corregirse, podrían ser clave para enfrentar de una vez por todas -de manera efectiva- la criminalidad. 

Ante un contingente de representantes del gobierno, agencias de orden público, alcaldes y representantes de organizaciones no gubernamentales y de base de fe, el exconfinado Aníbal Santana aseguró que “las guerras de hoy no tienen diferencias a las que teníamos hace 20 años. Esta crisis viene desde hace 40 años. La única diferencia es que hoy tenemos la tecnología y vemos los asesinatos en vivo. No importa dónde vives, te enteras al momento”. 

Santana, quien lideró una organización de unos 48 criminales y fue condenado a prisión, primero cuando era adolescente y luego por más de 200 años, detalló cómo durante su dura infancia de pobreza -y con un padre alcohólico y maltratante-, una y otra vez la sociedad y las instituciones fallaron en ayudarle y, por el contrario, lo fueron arrinconando hasta dejarle prácticamente con la vida de delincuente como única opción. 

Santana en ningún momento intentó justificar sus acciones, y admitió sin reservas su pasado violento y criminal, pero cuestionó cómo nadie intervino contra su padre cuando casi a diario golpeaba a su madre, sus hermanos y a él. 

“Ningún niño nace delincuente, siempre hay una historia detrás. Conocemos al delincuente por las noticias, pero no lo que hubo detrás. Siempre hay un proceso, siempre pasa algo”, expresó Santana, quien logró su rehabilitación, luego de 15 años de prisión, a través de la lectura, la educación, y la mano que le tendieron para que completara estudios universitarios y se convirtiera en autor de la novela “Presagio”, en la que narra parte de sus experiencias. 

“Me encantaba estudiar, pero iba a la escuela con los ojos hinchados, y al llegar a mi casa encontraba a mi madre golpeada, con la boca rota. A los 11 años me cansé de eso y cometí el error de dejar la escuela, mi casa, y ahí comenzó mi carrera delictiva”, agregó Santana. “Mi sueño era llegar a la universidad, ser boxeador y representar a Puerto Rico y ser campeón mundial”. 

En su lugar, narró, se hizo criminal. Entró a una institución penal juvenil por escalamiento, y una vez dentro conoció a otros que cumplían penas por asesinato o por negociar con narcos, entre otros delitos. A los seis meses fue ante un juez para evaluar una probatoria, y aunque quería ir con su madre, para entonces ya divorciada, el juez lo puso bajo custodia de su padre. “Amaba a mi madre. Pero quizás el juez pensó que no iba a tener control sobre mí. El juez me puso bajo custodia de mi padre, que lo odiaba. No había opción. Porque si no lo aceptaba, me quedaba en la institución”. 

Salió y de inmediato volvió a delinquir. 

Comenzó una guerra en la calle con apenas 13 años, y dirigió una organización que llegó a contar con 48 miembros, algunos incluso de más edad que él. Trataron con las drogas, luego se enfocaron en los robos. Hasta que en una ocasión robaron una casa de un comerciante donde había $1 millón. Pero resultó que era de un narcotraficante, y al otro día había un precio sobre sus cabezas. “Y entonces había que levantarse con las armas listas”. 

“Los criminales no quieren matar inocentes. Pero creen que el carro al lado en el semáforo los va a tirotear. Y los tigres en la calle tienen mala puntería, no van a un polígono. Quieren disparar un rifle de asalto full, y no tienen control”, continuó. 

De su ganga, muchos lo traicionaron, unos 15 murieron en esa guerra, otros 17 andan presos. A él, lo tirotearon “más de 50 veces”, y llegó a estar en coma. “No sé cómo estoy vivo. Creo que la única explicación es que hay un Dios grande que me quería aquí, dando mi experiencia para buscar soluciones, o alguna estrategia para estructurar un camino para estos jóvenes”. 

“No trato de excusarme. Sé lo que hice, y lo admito. Sé que hice muchas cosas malas”, acotó Santana. 

Se preguntó, sin embargo, qué habría pasado con su vida si los policías y guardias penales que vivían en su barrio, y sabían lo que pasaba en su casa, hubiesen intervenido, o si hubiesen actuado los maestros y trabajadores sociales de la escuela, que los veían llegar a su hermano y a él llenos de marcas y moretones. Pero “nadie hizo nada”. 

“Era imposible que nadie se percatara que tenía un ojo morado, la boca rota. Mi hermana iba en falda y tenía las marcas de la correa, los cables. Y nadie intervino”, contó. 

“La mayoría de los delincuentes salimos de las instituciones juveniles. Se puede hacer más. Educar a los oficiales penales, humanizarlos”, evaluó. “Lo primero que hicieron cuando llegué a máxima seguridad, fue darme una paliza. Yo quería salir y matarlos a todos. Si logramos humanizarlos, que en lugar de darme una paliza me den consejos. Nadie trató de cambiarme el chip. No fue hasta que cogí un libro que empecé a cambiar”. 

Relató que la literatura y la escritura, así como el deseo de ver crecer a su hija, que nació mientras estaba confinado, lo llevaron a cambiar. 

“Descubrí que no sabía hablar, no sabía escribir, y comencé a estudiar en la cárcel”, agregó. 

Pero llegaron otros contratiempos, pues bonificaba más por trabajar que por educarse. “Si bonificaran por leer, ¿saben cómo estarían de llenas las bibliotecas de las cárceles? ¿Saben cuántos tipos brillantes verían en las cárceles?”. 

“Jamás me pasó por la cabeza que yo iba a cambiar, y que iba a ser el hombre que soy hoy. Pero la educación me cambió. La educación es la forma correcta, la herramienta más efectiva para cambiar al ser humano”, recomendó Santana, antes de cerrar su emotivo relato. 

El gobernador Ricardo Rosselló reconoció el “poderoso testimonio” que “nos toca la fibra emocional”. Insistió en que “todos aquí rechazamos la violencia y rechazamos el crimen”, y lanzó la propuesta de “comenzar a ver las prisiones como casas escolares”.