Hoy es un día de esos. De los que ya se han convertido en rutina. Aunque sé que es mi costumbre, me levanté temprano sin saber qué hora es.

Desayuno sin tener apetito y comienzo a tomar los medicamentos sin tan siquiera saber para qué sirven. Veo mucha gente a mi alrededor. Rostros que reconozco, aunque olvidé sus nombres. 

Me dicen que hoy tengo cita con el médico ¿no sé pa’ qué?, pues yo me siento bien. Ya en la oficina el frío me llega a los huesos. “Quédate aquí en lo que voy al baño”, me dijeron. Al verme solo y con rostros que no me gustaban salí de la oficina y decidí caminar.

Afuera el sol quemaba y el sonido de la calle me enloquecía por lo que tomé un caminito muy verde de árboles y sombra buscando paz. El camino me pareció hermoso y decidí continuar caminando. En realidad, no sabía cómo detenerme. 

Sin darme cuenta me sorprendió la noche y el frío volvió a tocar mis huesos. Solo recuerdo haber visto el sol y las estrellas varias veces más. De pronto varias personas se acercaron a mí. En sus rostros había lágrimas y preocupación. “Te hemos buscado por días. ¿Estás bien? ¿Qué te pasó?, me preguntaban. Yo apenas entendía lo que pasaba. Había tanta gente, caras, ruido y prisa que el mundo me daba vueltas. 

Me llevaron otra vez a ese lugar frío con gente de batas blancas y verdes que no dejaban de tocarme. Me fastidia tanta cosa y les grito que ¡me dejen en paz y que se vayan al car...! De ahí solo recuerdo despertar con mi cabeza aturdida. 

Entonces se me acercaron unas personas que me ayudaron a levantar. Allí estaban los mismos rostros familiares a mi alrededor. Todavía no recuerdo sus nombres. Una mujer dulce se me acerca y toma mi mano suavemente. “Vamos a bañarte y peinarte. Hay que verse bonito para cuando te vengan a visitar”, me dijo. 

Miré al espejo y pude ver dos personas que no reconocí. Uno de ellos me parecía familiar. “¿Quién eres?”, grité. “¿Por qué me miras?” “Eres tú cariño, eres tú”, me dijo con dulce voz la persona que me peinaba. Entonces me eché a llorar. No sé quiénes son, aunque me parecen familiares. No sé quién soy ni dónde estoy. No recuerdo qué pasó ni haber comido. No sé cómo moverme hacia otro lado para encontrar un sitio donde pueda pensar y recordar.

Me llevaron a un patio donde había flores y árboles. A mi alrededor había otra gente en silencio con rostros congelados y miradas perdidas. De pronto llegaron unas personas y me abrazaron con fuerza mientras me besan el rostro. ¡Qué susto nos hiciste pasar!, me dicen entre tristeza y alegría. “Sabes que te amamos y que siempre estaremos ahí”. 

“¿Amor? ¿Qué es amor?”, me pregunté. Entonces miré una luz tenue que se colaba entre las hojas de un árbol y sentí paz. La misma paz que encontré en aquel camino que ya apenas recuerdo y que me hizo sentir libre por primera vez en no sé cuánto tiempo.

Al tornar mi rostro vi cómo entre lágrimas me preguntaban: “¿Me escuchas? Sabes que te amamos. No te vuelvas a ir”. No sé quiénes eran, pero para que se sintieran bien solo les pude decir: “yo también los amo”. 

Volví a mirar la luz que se colaba entre las hojas del árbol. En ese momento pude ver el rostro iluminado de mis padres y escuchar las voces de mis hermanos cantando y jugando. Nuevamente el frío se aferró a mi cuerpo. Entonces supe que me tenía que ir.

Así fue la experiencia con mi mamá y con varios pacientes en el hogar donde la cuidaban. Ahora creo poder describir lo que viven los pacientes de Alzheimer.

Un ejemplo es el caso de Andrea Medina Jiménez, de 78 años y residente en Toa Baja, quien estuvo desaparecida por diez días luego de ser dada de alta de un hospital. Doña Andrea fue hallada viva, pero el tiempo desparecida sin los cuidos y alimentación la dejó sin fuerzas y falleció. 

Nos toca identificar los síntomas tempranos y hacer los ajustes para enfrentar una enfermedad que nos secuestra a todos. Nos falta mucho por aprender. Que esta historia sirva para enfrentar el Alzheimer y cuidar de nuestros viejos.