Inevitable. Así es el miedo en las madres. Supongo que viene incluido con cada criatura que nace, pero como siempre pasa con las cosas importantes, sin un manual de instrucciones, sin una guía de orientación.

Me llama mi hija.

“Mami, creo que me están siguiendo. Es un tipo que me estaba velando en X (menciona el lugar), que me siguió por el local y luego estaba justo en la salida al yo salir y ahora viene en su carro detrás de mí”.

Escucho su respiración nerviosa y entrecortada al otro lado del teléfono. Me la imagino. Casi me paralizo. Y digo casi porque para estas desventuras, Dios tuvo la delicadeza de equiparme con la destreza de la tranquilidad y la inmediata reacción.

“Tranquila”, le digo mientras mentalmente llamo directo al cielo, como tantas otras veces, convocando a mi madre, mi abuela, mi abuelo, mi tío, mis suegros y todo pariente que viva por allá, porque tengo la convicción de que la gente querida, cuando se va, se queda revoloteando como ángeles, velando y cuidando a los suyos.

En cualquier otro caso prendo de un maniguetazo. Me hacen “bú” y le estampo una bofetada al que sea. Sin embargo, en estos casos me baña una tranquilidad divina que me ayuda a reaccionar con rapidez y eficiencia. Estoy segura de que todas las madres, o la mayoría, reaccionamos igual.

“Quédate conmigo en el teléfono”, le digo.

Siento su respiración ahora más rápida. Sé que lucha contra los nervios. Ruego que no le dé un ataque de pánico.

“Concéntrate en manejar. Respira. ¿Por dónde vas?”

“Por X” (me menciona el lugar).

“Okey mi vida, me quedo contigo todo el trayecto... Respira”.

“Mami…”

“Respira, hija, tranquila, conduce tranquila… ¿por dónde vas ya?”

“Por X” (otro lugar).

“Okey mi amor, sigue hacia casa, te estoy acompañando”.

Me doy cuenta de los latidos de mi corazón. Parece que va a explotar, pero disimulo. Mantengo la calma. Sigo hablándole con la voz más firme y suave que puedo encontrar en mis adentros mientras mentalmente hablo con Dios: “Dios mío, protégela, cúbrela. Sé que estás con ella. Gracias. Quédate ahí, Padre. Por favor no te vayas”.

“¿Por dónde vas?”

“Por X, mami”.

“Okey mi vida, ya estás más cerca. Yo sigo contigo. ¿Todavía te sigue?”

“No sé, mami. Estoy tan nerviosa que no lo puedo ver”.

“No pasa nada. Tranquila. ¿Y ahora por dónde vas?”

Desde el inicio de la llamada estoy en la marquesina de la casa, caminando de lado a lado, con las llaves del carro en la mano, lista para salir disparada. Le voy preguntando su ubicación porque tengo que saber más o menos dónde está. Las madres creamos estrategias instantáneas. Puede ser que no funcionen, pero tenemos fe en que sí, en que de alguna forma nos ayudarán a salvar a nuestros hijos.

Su respiración cambia y ahora es un poco más calmada. Conociéndola, sé que mi compañía, aunque sea a través de la tecnología de un celular, la reconforta. Sabe que su madre es una fiera, que permanecerá con ella y si es necesario llegará hasta donde sea. El amor de madre es extraordinario, capaz de todo.

“Ya estoy en la entrada, mami”.

“Qué bueno, mi amor”.

Quisiera arrullarla como cuando era pequeñita, apretarla contra mi pecho y susurrarle: “mamá está aquí, mamá siempre estará”.

Veo el carro estacionándose. Miro hacia arriba buscando esa comunicación directa con el cielo. “Gracias”. Ahora soy yo la que respiro para controlar los nervios. Mi hija atraviesa el portón, abre sus brazos y se encuentra con los míos abiertos.

Entonces nos abrazamos por largo rato. En silencio.