Estás dando vueltas por tu casa.  Es de noche. Entras a tu cuarto con la luz apagada y no te percatas de que tu pareja movió el tocador de lugar.  El golpe lo recibes en tu espinilla cuando impactas con toda tu fuerza el duro filo del mueble.  Ya sabes lo mucho que duelen esos golpes en la espinilla (siempre he pensado que la batata debería estar al frente y no atrás de la pierna, para amortiguar estos dolorosos impactos).  

¿Cuál será la expresión que dirás para suavizar tu dolor?

¿Recórcholis?

¿Cáspita?

¿Caramba?

No creo. Un dolor tan punzante como ese solo se logra aliviar con otras palabras que muy bien conoces y que yo, por prudencia, no publicaré.

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¿Y por qué no las publicaré?

Porque son consideradas MALAS PALABRAS (incluye en esta parte los acordes de una música de terror).  

Las palabras “malas” también se les conocen como “palabrotas”, palabras “soeces”, “groseras”, “vulgares” o “que no se dicen”.  

Pero, ¿por qué son tan terribles estas palabras?  ¿Acaso no son necesarias para expresar la fuerza de un sentimiento?

En el ejemplo del golpe en la espinilla, sabes muy bien que un “cáspita” no te va a funcionar. Hagamos la prueba: piensa en tres niveles de dolor, e incluye a continuación las tres palabras que usarías:

Dolor moderado:  

Dolor fuerte: 

Dolor agudo, espantoso e intolerable:  

Me atrevo a apostar que todos los lectores han coincidido en el escogido de las “malas palabras”.

Ahora bien, yo no creo que existan esas llamadas “malas palabras”.  Las palabras no son “malas”, ya que… ¡por algo existen! Tienen una función de matizar un pensamiento, de darle fuerza a un sentimiento, de expresar lo que realmente se tiene en mente. 

La prueba de que no son malas es que existen todas en el diccionario.  Búscalas para que veas.  Bueno, pues si los eruditos de la Real Academia Española las reconocen y las publican en su diccionario, es porque no son tan terribles, ¿no?  

De hecho, si rebuscas en el origen de muchas de ellas, verás que, incluso, tienen una evolución lógica y hasta bonita.  Tomemos, por ejemplo, la palabra que se utiliza cuando alguien te manda para buen sitio (sí, esa misma).  Pues bien, esa palabra se utilizaba originalmente para referirse a la canasta que algunos barcos tenían en el tope de sus mástiles para que los marineros pudiesen divisar tierra.  Resulta que estar allá arriba, solo, en medio del mar, no era una labor muy agradable. Por lo tanto, cuando el capitán del barco le decía al marinero “te vas ahora mismo para el carajo”, lo estaba enviando a aquella canastita que tenía ese nombre y que estaba localizada en un mal lugar.  De ahí la connotación negativa que ha llegado hasta nosotros hoy día.  

Así que, yo insisto: las malas palabras no existen; en todo caso existen las malas intenciones.  Y con las malas intensiones podemos ofender igual o peor usando palabras que se consideren ‘buenas’.  Todo está en el tono con que se digan las cosas.  Imagínate que con un tono sarcástico yo te diga: “Eres un hermooooso ser humano”. Pues ese ‘hermooooso’ lleva una connotación negativa, y puede ser tan dolorosa y ofensiva a pesar de ser una palabra que cae en el reino de las palabras “buenas”.  De nuevo: todo está en la intención con que se dicen las cosas.

Conclusión: quitémosle el título de ‘malas’ a esas palabras prohibidas.  Al final, ¿qué culpa tienen ellas de haber nacido así?