Carmen Castillo Martínez nació en una estructura que fue construida por descendientes de esclavos a finales del siglo 19, y que pasó de generación en generación bajo la promesa de no vendérsela a nadie.

Ya van más de 130 años del juramento que hizo su abuela Felícita Silva, cuando su hermano, en el lecho de muerte, le entregó la casa ubicada en la calle Retiro en Guayama. 

“Antes no era cuestión de declaratorias de herederos ni escrituras, sino todo era por palabra y la mano; la mano era la que sellaba el compromiso. Y así, el tío Goyo le deja su propiedad a su hermana Felícita, de boca, ‘esta es tu casa’ y antes de fallecer se dieron la mano sellando el pacto de que la casa nunca iba a ser vendida, sino pasada de mano a mano a cada uno de los familiares hasta que pudiera”, recordó Castillo Martínez, una maestra jubilada de casi 80 años.

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“Siempre escogían a uno de la familia para recrear la historia y después de tío Goyo morir, nacieron los demás en esta casa por comadrona incluyéndome a mí. Aquí murió mi abuela, nació mi mamá, que como era la hija mayor se quedó a cargo de la familia”, recordó doña Carmen mientras mostraba fotografías que combaten para no morir en el tiempo.

A través de los años, esa estructura construida en madera y zinc fue deteriorándose, pero el compromiso de mantenerla en pie conllevó que la madre de Carmen fuera arreglándola como podía.

Luego de varios intentos por conseguir a su compueblano, el universo conspiró para que se lograra el encuentro. (Para Suroeste / Sandra Torres)
Luego de varios intentos por conseguir a su compueblano, el universo conspiró para que se lograra el encuentro. (Para Suroeste / Sandra Torres)

Hasta que llegó el huracán María que de un solo rasguño le arrancó el techo y dejó malherido un baúl de recuerdos.

“Yo sentí que me desgarraron el alma, porque no es la estructura como tal, sino es la raíz de los tuyos que la arrancaron sin piedad. Aquí está enterrado mi ombligo, lágrimas y sangre y ver cómo se destruye en un solo instante, eso duele”, confesó doña Carmen.

Hace varias décadas que Castillo Martínez no reside en la casa de su niñez, sino su hijo Rafael José Torres Martínez, quien continuó el pacto que hicieron sus ancestros.

Al igual que miles de puertorriqueños, el hombre de 40 años acudió a buscar ayuda, pero le cerraron todas las puertas. 

Solo le dieron $1,000 en pago a los muebles que se perdieron.

De momento, se asomó un rayo de luz en medio de la oscuridad cuando Torres Castillo leyó el reportaje en Suroeste sobre Dionel Cádiz, un hijo de Guayama quien reside en Seattle, Washington, quien regresó al País junto a un ejército de misioneros para reconstruir la casa de una maestra en Utuado.

Luego de varios intentos por conseguir a su compueblano, el universo conspiró para que se lograra el encuentro.

“Fue a través de mis amigos de high school Gabriel Acosta y Basilio López, que ahora tienen sus compañías que me dijeron de la necesidad de alguien en Guayama, pero no sabía si se iba a dar la oportunidad, y yo, alcé bandera, alcé las manos y dije ‘si es la voluntad de Dios estar aquí, que abra las puertas'”, recordó Cádiz, un ingeniero mecánico de 38 años quien labora en una empresa de aviación.

Dionel volvió a su natal ciudad con varios misioneros de Overlake Christian Church, una de las entidades principales en el esfuerzo que realiza el boricua para aliviar la necesidad de sus hermanos en la Isla que aún sufren por la devastación atmosférica.

Esta vez para reconstruir el techo de la histórica vivienda que heredó la familia de Carmen.

“Esto no es un esfuerzo mío, porque aquí se han unido personas, empresas y entidades que permiten que la ayuda sea una realidad. Conmigo vinieron Mike Smith, Ellen Webster, Sam Gliss que han donado su tiempo y recursos, pero aquí colaboran estrechamente Basilio Aircondition, Cultura Creativa, Equity General Contractrin, Overlake Christian Church, The Isla Foundation, GAC Aircondition, Cuchilandia López y la Iglesia Ciudad Deseada en Guayama”, detalló Dionel.

Luego de una semana de intenso trabajo, estos buenos samaritanos concluyeron con la encomienda, no sin antes recalcar que continuarán ayudando a otras personas.

Ahora, doña Carmen y su hijo Rafael José, podrán extender el legado a sus descendientes, tal como lo hicieron los suyos; de mano en mano.