¡Pobre David!”, se escucha decir al público con bastante frecuencia durante los shows que presenta mi esposa, Alexandra Fuentes. Lo dicen como secuela a la carcajada que les provoca escucharla vacilando con nuestra vida íntima o situaciones de nuestro diario vivir. Que soy un despista’o, que tengo la cabeza grande, que durante los apagones me pedía que me quitara la ropa para usar la “jinchera” como lámpara y alumbrar la sala, y otras cosas un poquito más subidas de tono, propias de un espectáculo de comedia para público adulto.

Aunque Ale lo hace con buen gusto, no dejan de tener salpicones de picardía sus cuentos, que hacen sonrojar a más de uno en la audiencia. De una u otra forma, cojo siempre mi agüita en los shows de Ale y no es raro que me pregunten si me resulta incómodo.

Debo admitir que es todo lo contrario; les hago una confesión; es la parte que más disfruto. Quizá por haber sido el único colora’o en la escuela y por haber corrido una campaña a la gobernación, donde tanto se vacila a los candidatos, me he cura’o de espantos. Si me disfruto la sátira que me hacen otros, la que me hace mi esposa me la gozo aún más. Esa tiene un toque especial y siempre cuela una que otra verdad imperceptible a la audiencia, como mensaje indirecto para mí. Me mira y nos reímos entre nosotros.

Reírnos de nosotros mismos resulta terapéutico. Constatamos que, en ocasiones, le damos demasiada importancia a cosas que realmente no lo merecen. Además, nos damos cuenta que nuestras penas y problemas no son sólo nuestras. Mucho se subestima la importancia de la risa, más allá del ambiente de esparcimiento que proporciona. Es muy común que cuando Alexandra habla en el escenario sobre las diferencias que tiene conmigo, mujeres le griten desde la audiencia que les pasa lo mismo con sus esposos, lo que me imagino ayudará a crear un ambiente de conversación en pareja más liviano y adecuado cuando regresan a sus hogares.

Además de disfrutar los vacilones de Alexandra, siento que al servirle de musa estoy ayudándola a cumplir con su trabajo. Verla triunfar me diluye el pudor, que al fin de cuentas nunca ha sido mucho, pues ni Ale es tan “cafre” como algunos piensan, ni yo tampoco soy tan formal. Cada uno de nosotros tiene su pizca de sal y de pimienta. No me casé con una cantante de ópera, ni con una virtuosa del piano, me casé con una animadora y comediante en tiempos de redes sociales, donde abrir las puertas de su casa forma parte de su trabajo. Cuánto corres las cortinas de tu hogar es un asunto de cada cual, pero la expectativa del público es acompañar a sus artistas e “influencers” al espacio más íntimo posible. El público quiere saber cómo vivimos, si de verdad somos tan cómicos en la casa y si Ale me vacila como en los shows.

Balancear esa expectativa de las personas con la privacidad familiar es un reto de los nuevos tiempos, que la única forma de superarlo es trabajando en equipo. Tomando decisiones y trazando la raya, juntos. Por eso, al igual que era ella quien primero escuchaba mis discursos en tiempos de campaña, soy yo quien primero lee sus libretos y parodias musicales. Le hago recomendaciones, le sugiero cambios y adiciones, y también le escribo algunas cosas que luego me disfruto muchísimo al ver que le funcionan. No siempre estamos de acuerdo, pero eso no afecta la solidaridad. Por el contrario, ahí es que se prueba. Pues, cuando le recomiendo no hacer algo o hacerlo diferente y no me hace caso, soy el primero en celebrar si le sale bien. Pero si le sale mal, soy el más enérgico defensor ante cualquier crítica. Aunque luego le diga, “te lo dije”, al apagar la luz del cuarto. Así es como funciona el trabajo en equipo y así es como funciona nuestro matrimonio.

Soy un fanático del trabajo que hace mi esposa y eso incluye vacilar con su esposo cuando sea necesario. De eso viven los comediantes, de plasmar sobre el escenario de forma creativa, las cosas que le suceden a diario. No me puede estar malo que ella sea genuina, sincera y transparente. Yo soy el primero en instarla a nunca dejar de ser como es, a decir las cosas como las sienta, sin violentar el principio básico de no hacerle daño a terceros. Cuando uno pretende ser quién no es, se le nota y a mi esposa no le interesa proyectar nada que no sea su realidad. Prefiere la crítica a un aplauso falso que luego la haga esclava de una mentira. Así tienen que ser las cosas.

Entre las muchas cosas que me gustan de Alexandra, me fascina su ética de trabajo, su espíritu empresarial, su obsesión por asegurar la calidad en sus producciones, el cuidadoso esmero de cada detalle y el gran respeto que le tiene a su público, que le ha mostrado su cariño una y otra vez, llenando a capacidad los teatros en todas sus presentaciones. No soy quién para cuestionar ni coartar su derecho a ganarse la vida dignamente, haciendo lo que tanto disfruta. Por el contrario, cuando me meto en sus cosas es para ayudarla a crecer y si eso incluye aguantar uno que otro golpecito en sus comedias, siempre será bienvenido. ¡Me toca!