Ante la encomienda de escribir una columna para el Mes de la mujer, quise abordar un tema distinto, pero la verdad es que ya todo se ha dicho.

La desigualdad en nuestras condiciones salariales y nuestra falta de representatividad en la toma de decisiones gubernamentales y en la gerencia de empresas han sido ampliamente reseñadas. Sabemos que somos el grupo más grande que vive bajo el nivel de pobreza, que nuestra tasa de participación laboral está sobre 15% por debajo de la de los hombres y que son muchísimas las que han tenido que abandonar sus trabajos para asumir el rol de cuidadoras de niños, adultos mayores y personas enfermas. Por si fuera poco, cada semana ante los ojos del País, a una de nosotras le es arrebatada la vida por algún infeliz que creyó que la misma le pertenecía.

Más allá del diagnóstico de estos efectos sociales y económicos, las soluciones también han sido objeto de amplia discusión. Desde reformar el sistema para tomar en cuenta las situaciones particulares de las mujeres a la hora de formular leyes y procesos, hasta la implementación de un currículo educativo que nos permita corregir patrones de conducta que perpetúan la desigualdad y la violencia de género.

No han faltado en la discusión pública las denuncias de un sistema roto e ineficiente que, lejos de permitirnos avanzar, nos retrasa y revictimiza; ni los discursos que nos hacen un llamado a empoderarnos.

¿Qué entonces podría decirles yo que fuese distinto a lo que ya han escuchado o leído? Nada. Solo podría, desde mi experiencia, decirles que está cabrón.

Que fui una niña que le gustaba jugar con carritos y que mientras la vecina decía que eso era de nenes, mi mamá respondía: “eso es de quien lo quiera usar”. Que a los 8 años estando con otras niñas un señor se nos acercó a pedirnos direcciones… sin pantalones. Que, entre los 11 y 14 años, mientras mi madre tuvo cáncer, tuve que seguir estudiando mientras me hacía cargo de mi hermanito como si nada estuviera pasando. Que en mi adolescencia me tocó a diario atravesar calles en las que fui acosada y en las que muchas veces sentí temor por lo que me podría pasar. Que por jefes que trataron de propasarse conmigo, me vi obligada a no regresar a algunos empleos y que más de una vez en mi vida pasé por el terror de pensar que iban a violarme. Que me fui de mi casa a los 15 años huyendo de la violencia intrafamiliar. Que tuve que graduarme a pulmón mientras trabajaba a tiempo completo solo para que me cuestionaran si mi éxito era producto de favores sexuales o de que me había robado los chavos. Que mi lanzamiento como candidata independiente fue visto como una locura y el de un hombre como un acto de valentía. Que mi firmeza fue etiquetada como arrogancia y prepotencia, no como liderato. Que tuve que trabajar 10 veces más para que me reconocieran una fracción de lo que se atribuía a mis contrincantes masculinos. Que en lugar de entrevistarme sobre mis posturas, me preguntaron si usaba bikini o si me hacía yo misma el pelo. Que sexualizaron la imagen de mi hija en televisión nacional y que un amplio sector sostuvo “que me lo había buscado”. Que me tragué un proceso judicial de tres años contra mi expareja para proteger mi seguridad y la de mi hija, solo para que luego de que lo encontraran culpable le concedieran un indulto. Que viví todo esto sin poder darme el lujo de quejarme, dando una sonrisa, aunque me estuviese muriendo por dentro, pues de lo contrario me tildarían de débil o de incompetente.

Hoy no quise usar mi columna para hablarles de un tema novel. Hoy me basta con usarla para dejarles saber todo lo que se vive por el simple hecho de ser mujer.