Era el año 1997, durante la apertura del primer Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE) en Zacatecas, México. En el salón de actos, repleto de académicos e intelectuales, estaban presentes reconocidos lingüistas, escritores y periodistas internacionales, además del presidente de México, Ernesto Zedillo Ponce de León, y el rey de España, Juan Carlos I, entre otras figuras prominentes.

Al podio llegó, nada más y nada menos, que el famoso escritor colombiano, ganador del Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez. En sus manos estaba su discurso titulado: “Botella al mar para el dios de las palabras”.

Las cámaras de televisión apuntaban hacia él. Hubo silencio y expectativa. El autor de ‘Cien años de soledad’ saludó con un breve ‘Queridos amigos:’, seguido de una pausa que le añadió suspenso a lo que sería uno de los discursos más breves, pero controvertibles, en la historia de este importante congreso.

“A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta”, fueron sus primeras palabras. “Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ‘¡Cuidado!’. El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: ‘¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?’. Ese día lo supe”.

García Márquez, como nos tenía acostumbrados en cada una de sus novelas y cuentos, entendía la importancia de una primera oración impactante. ¿Cómo olvidar ‘Crónica de una muerte anunciada’ cuando, en su primera línea de la obra, escribió: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”? Luego de leer esa oración, ¿quién puede parar de leer? Es imposible. El morbo y la curiosidad nos tienta…

En su discurso, no mucho más extenso que este artículo que lees, García Márquez aseguró que las palabras nunca han tenido tanto poder como ahora, con presencia y fuerza en la literatura, en la música, en la publicidad, en los medios de comunicación, en los grafitis, en el cine. Según él, vivimos bajo “el imperio de las palabras”, en que solo existe un gran derrotado: “el silencio”.

Es entonces cuando el insigne autor hizo una propuesta que, para algunos, resultó descabellada: “…simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.

A esto añadió: “Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna…”.

Para ello, García Márquez recomendó enterrar las haches que él llamó “rupestres”, o sea, primitivas. ¿Tendrá razón? ¿Para qué queremos mantener viva una letra que hace tiempo dejó de emitir sonido? ¿Sería una buena idea escribir ‘ambre’, ‘uevo’ y ‘alcool’? ¿Dejarla solo para las palabras con el dígrafo ‘ch’, como ‘chavos’, en que la hache aporta al sonido? ¿O para diferenciar el ‘hola’ del saludo de la ‘ola’ del mar?

El autor hizo un reclamo para que “firmemos un tratado de límites entre la ge y jota”. ¿Será que nos cuesta entender por qué el verbo ‘coger’ se escribe con ge, pero cuando se conjuga en primera persona del presente, se escribe con jota (‘cojo’)? ¿O por qué ‘jirafa’ en español se escribe con jota cuando en inglés se escribe con ge (‘giraffe’)? Confuso.

Y al final, el Gabo pidió “más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer ‘lagrima’ donde diga ‘lágrima’, ni confundirá ‘revólver’ con ‘revolver’”. ¿Estaría bien eliminar las tildes de las palabras en español?

Al discurso de García Márquez le llovieron las críticas, aunque hubo otros que defendieron su postura.

¿Qué opinas tú?