Morovis. Es muy temprano para hablar de tiempos post crisis. Mientras los moroveños continúen recibiendo un vaso de agua como si fuera el mejor regalo de Navidad, la emergencia existe; late en el pecho de cada persona que aún degusta un plato de comida caliente como si se tratase de un privilegio de pocos. 

Pero muchos han respondido a la emergencia. La gente mueve sus manos al son de un grito de resistencia. Cada amanecer habla de un nuevo día para luchar, para sobrevivir.

A las 8:00 de la mañana, el ambiente en la alcaldía se viste de normalidad. Por un fugaz momento, parece como si el país no estuviera sumido en una crisis, pero las voces que hablan de los temas que acaparan todas las conversaciones últimamente no tardan en alcanzar nuestros oídos. Lo que María se llevó, lo que destruyó, lo que dejó a su paso…

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Preguntamos por la alcaldesa y nos dijeron que estaba reunida con su staff como todas las mañanas. Esperamos junto a la decena de personas sentadas allí. Unos 20 minutos después acaba la reunión y nos permiten bajar las escaleras. Tras la puerta, un panorama totalmente distinto.

Lo que solía ser el estacionamiento de la alcaldía se ha convertido en un almacén. Cientos de cajas de distintos productos rodeaban el área. Al centro, espacio suficiente para un vehículo, y alrededor una veintena de personas moviéndose como hormigas. 

Allí, con el estruendo de la planta eléctrica como música de fondo, empleados municipales, agentes de la policía y voluntarios se confunden en un solo sentir. No hay protagonismos, ni etiquetas ni títulos ni tiempo para brazos caídos; hay servicio, solidaridad y ánimo. La dinámica se repite todos los días tras salir el sol. Los vehículos se llenan con una variedad de nueve a 10 productos que rinden para unas 50 a 60 familias. 

Daniel Collazo Rivera, uno de los voluntarios, explica que el trayecto a un solo barrio se repite dos y tres veces hasta llegar casa por casa.

“Morovis ha quedado destrozado, está devastado de norte a sur y de este a oeste, está devastado”, fueron las palabras de la alcaldesa Carmen Maldonado, al describirnos el panorama que enfrenta su pueblo. Sus palabras confirman la urgencia que aún impera en un pueblo donde ha podido presenciar el desespero de la gente. “Hay mucha necesidad de agua y alimentos y para mí eso es primordial, antes que cualquier cosa material”. 

Entretanto, la operación fluye como si llevaran meses en la misma dinámica. Nos acercamos, intentando no interrumpir. Carmelo Santiago, quien forma parte del equipo que se reúne todas las mañanas con la alcaldesa, cuenta que el plan ha ido ajustándose a la cantidad de víveres que reciben. 

“Al principio estuvo un poco fuerte, porque los suministros estaban llegando bien poquito a poco y había que darle un poquito menos (a las familias), pero ya como que se ha ido normalizado”.

Cerca de él, Wilmer Rivera Maldonado luce un rostro cansado mientras carga una guagua con provisiones. “No ha sido fácil, pero se está haciendo un maravilloso trabajo. Lo más que piden es agua... En el área del barrio San Lorenzo vivo yo, donde se llevó el puente también. Los cuartos míos se desaparecieron, pero hemos recibido ayuda”, relata el sargento municipal.

En otra esquina, varias personas colaboran con la organización de artículos de bebé. Algunos empaques están escritos con mensajes de apoyo. “Ánimo Puerto Rico”. “Para Puerto Rico con amor desde Virginia”. A las 10:00 de la mañana siguen llenando guaguas municipales y vehículos de la Policía. Nos vamos tras el rastro de los suministros, a los barrios más distantes del municipio: San Lorenzo, Pasto y Vaga. El camino nos toma una hora. Sabíamos que el puente había colapsado, por lo que no quedó de otra que tomar la ruta por Orocovis. 

En la montaña, las familias marchan al son de nuevas costumbres y rutinas impulsadas por la necesidad. Llegan casi diariamente hasta los llanos y las fincas aptas para que aterricen los helicópteros con agua y alimentos que rinden para uno, dos o tres días, como  mucho.

Arribamos justo a tiempo. Coincidimos con la llegada de helicópteros con la insignia de la Cruz Roja, mientras una multitud esperaba a la entrada de una finca. Frente al portón, dos filas de personas que oscilan entre el aguante y la impaciencia. 

Manolo González, residente del barrio, se acerca al portón. Una vecina reclama que los dejaran entrar. Tras varios minutos de discusión, el líder comunitario abre los portones. Falta poco para que salgan corriendo. Piden calma, la comida no se irá a ninguna parte.

“Estamos organizando para  que todo el mundo se lleve agua y comida. Los que se quedan, los apuntamos. Cuando llega otro helicóptero, se les da comida”, explica González mientras ocupa su vista en la gente frente a él, más impaciente que hace unos momentos. 

Al otro lado se ubica Catherine Rosado con una lista en sus manos. La líder comunitaria llama por nombre a sus vecinos. Conoce sus necesidades, si tienen niños o familiares encamados. Reparte artículos de bebé y todo lo apunta. Quien recibe los suministros tiene que firmar. Una joven embarazada me pregunta si quedan pañales, espera su turno para recibir algo de lo que queda.

A personas como González y Rosado no las designó el gobierno, no les prometieron paga por servicio. A ellos los convocó la urgencia. La necesidad de organizar la distribución de suministros que llegan desde el aire. Si no se hace así, los encamados no comerían. Mientras unas familias se llevarían cuatro y cinco cajas de productos, otras se quedarían con sed y estómagos vacíos.

Continuamos nuestro recorrido. Nada distinto al desastre que llevamos observando durante semanas, pero aun así nos sorprende la magnitud de la destrucción. 

Llegamos al barrio Pasto. Don Flor Negrón nos recibe en su casa. El hombre de 80 años y padre de 11 hijos perdió toda su finca, pero nos regala varias sonrisas. Afirma que ya se está enfangando para poco a poco restaurar el terreno.

Rafael Reyes y Charelys Negrón nos muestran los restos de su hogar. El matrimonio presenció cómo los vientos destruyeron la casa de madera. La neblina que cubría el área mientras el huracán golpeaba con fuerza fue el telón que subía y bajaba para revelar el desastre.

Con un poco de resignación y mucho de resiliencia, aseguran que su próximo hogar será en cemento, una vez puedan comenzar a reconstruir. “Hay que echar pa’lante”, testifica Reyes, de 41 años. 

Y es que a los padres de un niño de 8 años no les dio mucho tiempo para descomponerse. Cuentan que sacaron fuerzas para levantarse y explicarle a su hijo que “esto es una catástrofe” y que muchas personas perdieron más. 

Hicieron una promesa en familia, una promesa para su hijo. “Que vamos a levantarla (la casa), vamos a tener una casa mejor. Yo le digo, ‘sueña, papi, sueña porque eso es lo que nos queda”.

Más adelante nos topamos con Efraín Laureano, quien cuenta que perdió toda su siembra de café, plátano y guineo en el barrio Vaga. Durante la tormenta se refugió de cuarto en cuarto junto a su esposa, Miriam Ortiz, cuando las ventanas reventaron y el agua comenzó a entrar. El matrimonio sobrelleva la situación un día a la vez.

El día se nubla y decidimos culminar el recorrido por miedo a que los deslizamientos nos bloquearan el paso. El daño a las casas es evidente, pero en el campo también se logra apreciar mejor el golpe devastador a las cosechas. 

De regreso contemplamos los daños, rememoramos las historias de lucha, las palabras de frustración, desespero y también de guerra. La vía a la reconstrucción es empinada. Aún queda mucho camino por recorrer.