Si Broche de Oro fue una carta de amor del director y guionista Raúl Marchand a sus abuelos, en su precuela, Broche de Oro: Comienzos, el destinatario parece ser toda una generación de la clase artística puertorriqueña.

La película de Marchand, que estrena hoy en los cines del país, supera a su exitosa predecesora en todos los niveles. A su talentoso trío de protagonistas –compuesto originalmente por Jacobo Morales, Adrián García y Diego de la Texera- se le suman ahora los nombres de Georgina Borri, Noelia Crespo y Charityn Goyco, como “las griegas”, las tres señoras con el dedo en el pulso (por aquello de no llamarlas chismosas) de todo lo que acontece en la casa de retiro que sirve de escenario a la mayoría de la historia. El argumento se desarrolla poco antes de los hechos del filme del 2012, pero en esta ocasión la trama convencional es sustituida por una estructura más episódica, compuesta por un surtido de comedia de situación con una tierna meditación acerca del umbral de la vida como gancho emocional. 

El tono del largometraje adquiere un tono más melancólico desde el inicio, anclado de la excelente actuación de Jacobo Morales como “Rafael Medina”, el médico retirado que se convierte en el nuevo inquilino de la égida. Es ahí donde conoce a sus compañeros de cuarto, el hipocondriaco “Anselmo” (García) y el eterno hippie “Pablo”, quienes le sirven de soporte mientras se aclimata a esta nueva etapa en su vida, quizás sea la última, sino una de ellas. La muerte nunca está lejos de las mentes de estos personajes, pero la sombra de esta no es tratada como un peso sino como una inevitabilidad. Su cercanía provoca temor, por supuesto, pero al mismo tiempo los motiva gozarse cada día al máximo.

Antes de que parezca que esta precuela tira más hacia el drama que hacia la comedia, permítame aclarar que no es así. Cuando se cuenta con un elenco de semejante veteranía, experto en hacer reír, lo menos que se espera es una buena dosis de carcajadas, y el filme las tiene a raudales. Desde las neurosis de “Anselmo”, exteriorizadas por García con el humor físico que siempre lo ha caracterizado, hasta el trío de “las griegas” y sus experimentaciones con “medicina alternativa”, el libreto encuentra la manera de exprimir el talento de cada uno de los actores, ya sea poniendo a Charytin a dar unos pasitos de baile o a Marian Pabón, como la madre superiora, tratando de mantenerse en la raya entre lo conservador y lo liberal.

Sin embargo, mención aparte merece la breve pero memorable aportación del gran Shorty Castro en la escena más conmovedora del filme. La efectividad de la secuencia adquiere un poder mayor en vista de los quebrantos de salud que ha estado sufriendo en meses recientes el famoso comediante boricua, quien aquí se tira de pecho a un papel que lo lleva a confrontar su lecho de muerte. Marchand maneja el interludio sentimental con mucho tacto, usando tanto la actuación de Castro como su voz para llegar al corazón del público. Contener las lágrimas resulta prácticamente imposible, y la película se las gana con sinceridad.

La sencillez del libreto logra que momentos como este puedan confundirse con escenas de comedia sin que se sienta un desbalance tonal. Seguimos a estos personajes en su quehacer cotidiano, con días buenos y días malos, pero el jovial espíritu del reparto -así como de la producción en general- llena de calor la sala, proveyendo 90 deleitables minutos de entretenimiento cinematográfico. La celebración de vida se convierte en la celebración de estas caras, viejas y no tan viejas, conocidas por la inmensa mayoría de los puertorriqueños. De ellos es la película y para ellos sirve de tributo, tanto para los que están como para los que ya se fueron, pero permanecen vivos a través de su arte.