Hora tras hora, en la oscuridad, Chander Shekhar no dejaba de pensar en cuando llegara la mañana.

Habían pasado más de tres horas desde que el coronavirus le obligó a cerrar su negocio, una estrecha tienda en un segundo piso llena de saris de alegres colores, en un bloque del barrio neoyorquino de Jackson Heights, antes llena de compradores inmigrantes del sur de Asia. Por fin, él y otros comerciantes podían reabrir sus puertas.

Pero regresaban a una zona donde el COVID-19 ha matado a cientos de personas, dejando las veredas desiertas y los escaparates acumulando polvo. Ahora el miedo empezaba a remitir. Pero nadie sabía qué ocurriría en ese lunes de finales de junio, cuando los propietarios abrieron sus joyerías, restaurantes tandoori y tiendas de novias cerca de la línea de tren elevado de la Avenida Roosevelt. El estrés despertó a Shekhar nueve veces durante la noche.

“No puedes decirle a todo el mundo que es seguro y que nos compre. Este es un enemigo invisible que nadie puede ver”, dijo Shekhar, padre de dos hijos y preocupado por los $6,000 mensuales de arrendamiento de su tienda. “Esta es mi criatura”, dijo de su tienda, Shopno Fashion. “He trabajado duro por esto durante más de 20 años, después conseguí mi tienda. No es fácil dejarla”.

Tras la muerte de varios amigos y clientes, a Shekhar le cuesta quejarse. Y sabe que no está solo. Mientras las economías de todo el mundo reabren, legiones de pequeños negocios que ayudan a definir y mantener negocios se ven en problemas. Hay mucho en juego en su lucha por la supervivencia : la ONU estima que los negocios con menos de 250 trabajadores suponen dos tercios del empleo.

En Nueva Orleans, el propietario de una galería y bar que abrió justo antes de la pandemia reabrió como un restaurante de comida para llevar, con él como único empleado. En Tokio, una florista consiguió mantenerse a flote con los clientes confinados que compraban flores para mantener el ánimo. En Minneapolis, un dentista que reacondicionó su consulta para proteger a los pacientes del contagio tuvo que empezar de nuevo tras verla destruida por protestas.

Todos reconocen que reabrir es sólo el principio. Pero sigue siendo un hito crucial, una declaración de su coraje, creatividad y no poca desesperación. Se trata de encontrar cualquier cosa que funcione, porque por ahora, no existen los negocios como de costumbre.

Durante los años, Stephanie Skoglund invirtió incontables horas de esfuerzo en renovar lo que fue Tenino, una tienda de Washington, sustituyendo los suelos y el cableado eléctrico, y añadiendo una cocina. Todo para convertir en salón de bodas el antiguo edificio en una antigua localidad de frontera.

La temporada de bodas se acercaba y ya había 40 celebraciones programadas en The Vault y su sede hermana. Después el coronavirus les obligó a cerrar.

“Básicamente nos barrieron”, dijo Skoglund.

Skoglund desconectó la luz y el agua de los dos locales. Vendió una pista de baile por 1.000 dólares y una gran carpa por 2.600, para ayudar a cubrir las facturas de su familia. Su marido trabaja para su negocio, de modo que también ha perdido sus ingresos.

La propietaria solicitó casi $25,000 del Programa federal de Protección de Salarios, pero sólo obtuvo autorización para $3,200, antes de saber que ni siquiera eso se enviaría. Después el estado de Washington suspendió el pago de su prestación por desempleo, mientras las autoridades trataban de aclarar los cientos de millones de dólares solicitados de forma fraudulenta.

Reabrir, si se puede llamar así, ha sido igual de duro.

En junio, Skoglund empezó a recibir llamadas de gente que quería arrendar mesas, sillas y tiendas para eventos al aire libre, su único ingreso por ahora. Tiene previsto organizar su primera boda a finales de julio, una de las tres citas que siguen programadas. El salón puede acoger a 299, de modo que con una previsión de 80 invitados, no debería ser un problema cumplir las normas de distanciamiento social.

De las 20 parejas que habían reservado para organizar sus bodas hasta octubre, ocho cambiaron de fecha para el año siguiente y una docena lo canceló. Skoglund escribió cartas para decir que confiaba en devolverse el dinero en algún momento, no se sentía bien quedándose los depósitos independientemente de lo que dijeran los contratos.

Una vez comiencen los festejos, los hijos mayores de Skoglund, de 16 a 25 años, trabajarán para ella. Espera que el negocio se estabilice para octubre, pero ha hablado con su esposo sobre vender su casa y sus negocios y empezar de cero si no ocurre.

“Tengo que empezar a pensar en cómo salvar lo que tengo y no ponerme en una situación financiera en la que lo pierda”, dijo. “Es sólo tomar esa decisión, ¿cuál es mi próximo paso? Eso es lo que me mantiene en vela por la noche”.

Después de que Beirut comenzara la cuarentena en marzo, Walid Ataya volvió cada mañana a su panadería, pizzería y bodega, sentándose en una banqueta ante el local para mantener un puesto de venta y considera sus próximos movimientos.

Antes de la pandemia, Líbano afrontaba una crisis económica derivada de años de mala gestión y corrupción y que provocó protestas en todo el país. Ataya, que huyó de la invasión israelí a mediados de 1980, no tenía intención de volver a marcharse.

“Aquí en Líbano, podemos gestionar las crisis”, dijo Ataya, cuyo negocio, Bread Republic, preside un transitado cruce a la entrada del estiloso barrio de Furn al-Hayek. “Hemos pasado por guerras e inestabilidad (...) De modo que llegó la pandemia y para nosotros sólo es otra crisis que superar”.

Las panaderías estaban exentas de cerrar, de modo que Ataya fue más allá del pan para vender pasta fresca. También mantuvo un negocio limitado de flores, repartiendo pedidos y vendiendo ramos en la panadería.

Ataya mantuvo a 10 de sus 40 empleados, enviando a los demás a casa con medio salario. Finalmente despidió a 10 y reincorporó a los demás con su salario completo. Negoció una reducción del alquiler y cortó lazos con algunos proveedores cuando muchos decidieron aceptar sólo dólares tras una caída del 85% en el valor de la moneda nacional.

Cuando las normas se suavizaron en mayo, reabrió la bodega con pizzería, aunque al 30% de su capacidad. Al principio no se sentaba nadie, y el personal pasaba entre las mesas rociando desinfectante. Aun así, la policía multó a Ataya por exceso de aforo en sus mesas al aire libre. Ha apelado la multa ante los tribunales.

Por fin, a principios de junio, las restricciones se redujeron lo suficiente como para que Ataya reabriera su restaurante al otro lado de la calle, enfrente de la pizzería. Las protestas se habían reanudado y él tenía montones de papeleo del gobierno por completar. Después, hombres enmascarados irrumpieron en su oficina y se llevaron una caja fuerte con miles de dólares.

Pero en los últimos días, los clientes han llenado las mesas ante sus negocios.

“Ahora estamos en la fase de sobrevivir al día”, dijo Ataya. “No puedes quedarte sentado y no hacer nada. Hay que correr el riesgo”.