No tengo conciencia de cómo fue mi primera Navidad, pero uno de los recuerdos que no puedo borrar de esa época en mi niñez temprana es el enorme árbol que ponía mami Hilda en su casa. Mami Hilda era la dueña del apartamento donde vivían mis papás alquilados cuando se casaron, que estaba adjunto al garaje de la  casa principal, en la cual ella vivía junto a su esposo. Para mí, ella es alguien a quien quiero con un cariño similar con el que se quiere a las abuelas. 

Recuerdo el árbol como los de antes, espigado, natural, con su olor a pino bien fresco, con bolas rojas de esas que se rompen si se caen y con lágrimas plateadas. Veo la imagen en mi cabeza como una fotografía “vintage”. 

Otra de las memorias que tengo sobre mi niñez en Navidad evoca a las parrandas, al corre y corre de madrugada ante el esperado, pero al mismo tiempo, imprevisto asalto. Recuerdo el gentío y la música, sobre todo el acordeón rojo que tocaba uno de los amigos de mi papá. Recuerdo incluso el olor a pastelillos fritos, que mi mamá hacía cada año, y que de más grandecita le ayudaba a preparar. 

También viene a mi memoria una Navidad en la que estuvimos en una boda, por lo cual mami no tuvo tiempo de preparar el menú de las parrandas. Esa noche, sobró mucha carne frita y mollejas encebolladas, y aunque a mami no le gusta cargar con nada en las fiestas, terminó saliendo a regañadientes de la fiesta con unas hieleras llenas de esa picadera, si mal no recuerdo porque ella se quedó hasta el final para ayudar a recoger. Esa carne frita y esas mollejas, se convirtieron horas más tarde en el agasajo de cerca de una veintena de músicos a los que no esperábamos. 

¿Por qué les cuento todas estas memorias? Porque cuando pienso en mi sobrino, Sebastián, quisiera que cuando sea más grande él tenga muchos momentos bonitos de Navidad en familia qué recordar. 

 

Por ejemplo, me gustaría que supiera, que cambió nuestras navidades para siempre; que ahora para cada detalle, actividad o adorno se piensa en él; que ya no ponemos un árbol de Navidad por simple y llana tradición, sino por ver su cara de emoción al ver las luces encendidas, por verlo tocando con curiosidad los adornos, y por, incluso, verlo romper alguno. Me encantaría que recordara, además, que romper la envoltura de un regalo jamás fue tan emocionante como verlo a él hacerlo y contemplar su cara iluminarse ante las sorpresas que le dejaron Santa Claus, el Niñito Jesús o los Reyes Magos. 

También quisiera que supiera, que su nacimiento, un 8 de enero, siempre será la mejor excusa para seguir de largo la fiesta en las octavas. 

Sebastián Yahir, un día sabrás que nunca hubo mejor regalo de Navidad para tití que tú. 

PD. Las fotos que comparto en este post son del año pasado, cuando Sebastián celebró su primera Navidad con nosotros. Nótese su carita de alegría. 

Y ustedes, ¿cómo recuerdan la primera Navidad de sus sobrinos?