Henry Corona fue un hombre sencillo, responsable de confeccionar diversos platos para figuras como Franklin D. Roosevelt, el Duque de Windsor, Marajaha de Baroda, Harry S. Truman, Herbert Lehman, Thomas Dewey, Herbert Hoover  y muchos más.

Nació en Nueva York en el 1918. A los diez años, su familia se traslada a Cuba y es en 1936 que regresa a la ciudad que lo vio nacer  para comenzar el viaje como especialista en artes culinarias. Comenzó su aprendizaje en el Biltmore Hotel un 23 de agosto. Con tan solo dieciocho años, y unos inmensos deseos de aprender, su vocación no era muy bien vista por los jefes de la cocina. Contaba Henry en el prólogo de uno de sus libros lo siguiente: “Recuerdo cómo el francés me enviaba   a la nevera a buscar algo que no necesitaba solo para que yo no viese lo que hacía”.  Durante tres años permaneció aprendiendo, estudiando y practicando.  

Posteriormente, y gracias a la intervención del reverendo Domingo Miró, conoció al señor McGrath, quien era mayordomo de Puerto Rico en la United States Lines y le consiguió un empleo como bell boy en lo que aparecía algo en la cocina. Fueron tantas las travesuras que hizo, que el propio McGrath lo refirió a John King para que lo pusiera a trabajar en la cocina.  De esta forma le dio la vuelta al mundo tres veces. Naufragó dos veces, estuvo en el desembarco de África del Norte, el de Francia, en Brangarville, Nueva Guinea, Ceba, Mindoro, Mindanas, Llite y Okinawa.

Paseó su arte por lugares como el Palm Beach Biltmore, el Palm Beach Colony Hotel, Florida French Café, Longchamps New York City y el Hotel La Rada en Puerto Rico donde tuvo su propio restaurante Rendevous Restaurant. 

En Puerto Rico fue maestro de la escuela hotelera, empresario dueño de restaurantes y, por supuesto, un maestro de la cocina a través de sus programas en los que contaba con Carmen Despradel (la locutora comercial por excelencia y uno de los rostros más hermosos de la televisión) para acompañarlo en su desempeño a través de los diferentes espacios en los que participó.

Henry popularizó la cocina francesa a través de sus programas. Su vasta experiencia y su exquisito toque para la realización de los variados menús ofrecían un deleite visual y al paladar. Por ejemplo, en La cocina Westinghouse,  que transmitía Wapa de 1:15   a 2:00 p.m., Corona preparaba una cena completa, desde la sopa hasta el postre. Sin comida precocida ni platos previamente listos. Allí, junto a Carmen Despradel, atendían al público que llamaba al programa vía telefónica, contestaban inquietudes, hacían recomendaciones y hasta sugerencias de menús para cocinar en sus casas ese día.

La televisión en vivo tiene esa magia de la espontaneidad y donde realmente se separa la paja del grano. Hoy día, con tanto programa pregrabado, todo se hace muy impersonal y posiblemente la receta que está viendo hoy se grabó hace años, y la persona que está en pantalla ya ni cocina o ni siquiera está viva.

Como Henry decía lo que se le ocurría, y teniendo una visión de mundo mucho más amplia que la de los propios televidentes, sus chistes podían ser un tanto controvertibles. Me contó Carmen Despradel que en una ocasión Henry dice al aire: “Murió mi tía Lola. ¿Y puedes creer lo que pusieron en su tumba?:  Murió la Tía Lola… al fin duerme sola”.  Para esa época de mente tan sana y simple, las palabras de Henry fueron como puñaladas para el oído de algunos televidentes que se desbordaron en llamadas a la estación para que reprendieran al hombre que según ellos “estaba para cocinar y no para hacer chistes”.   

Esta nostalgia alegre lo recuerda porque su nombre, sus recetas y su personalidad están grabadas en el recuerdo de la historia de nuestra televisión y el buen comer.