Antes, cuando tenía tiempo para estar sola, existían los días en los que buscaba entre mis películas la más triste y patética historia de amor, que arrancara de mis ojos lágrimas del tamaño de un kisses. Me tiraba en la cama, con una funda de chocolates y un refresco a llorar como magdalena.

Siempre que miraba una película de esas que “fresamente” tienen un final feliz, y que obviamente sabía que así sería, me concentraba en la escena de la pelea, el rompimiento, la depresión de la protagonista al separarse de su amor, y ahí me enfocaba para llorar, pero llorar con sentimiento.

Y es que esos días en los que las emociones nos dominan, sencillamente tienes que hacerlo, sacártelo del sistema.

El llanto es un purificador natural de sentimientos, al menos así lo he experimentado yo durante toda mi vida.

¿O dime que cuando terminas de llorar no sientes un alivio, como si te llegara un suspiro automático en el que liberas el alma?

Pues así me pasaba a mí en aquellos días.

Confieso que en las pasadas semanas han regresado a mí esas ganas de cerrar los ojos y buscar un momento, aunque sea chiquito, de pura soledad y llorar, llorar hasta quedarme dormida. Llorar hasta que se me olvide, aunque sea por un instante, el motivo que tenía para hacerlo. Llorar y dejar escapar gritos, gestos, las cosas que hay que ocultar cuando se tiene que aparentar que nada pasa.

Pero, cuando la vida te cambia como me pasó a mí, ya no existe tiempo ni parar llorar.

Así que, cuando sientas esas ganas incontrolables de liberar tu alma, llora. Al final sentirás cómo te regresa la paz que perdiste y te orilló a tener que hacerlo.

Nada peor que acumular el llanto…es fulminante para el corazón.

Besos de miel…

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