Hace poco, mientras hojeaba las redes sociales con el mismo entusiasmo con el que uno hojea una revista en la sala de espera del dentista, me topé con esta joya: “El jugo de cebolla cura el cáncer en 7 días. Científicos no quieren que lo sepas”.

La publicación tenía cientos de compartidos y un ejército de emojis con caritas sorprendidas. Me detuve por un momento, no por la cebolla, sino por la pregunta: ¿cuántas personas más se habrán creído esta barbaridad?

Las noticias falsas —o fake news, como también se las llama— ya no son una rareza. Se han vuelto parte del paisaje digital, como los anuncios de pastillas milagrosas y las recetas que prometen hacernos perder 20 libras en tres días.

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Las vemos a diario, camufladas entre publicaciones inocentes, con títulos sensacionalistas y promesas que ni el mejor mago podría cumplir. Y lo peor es que muchos las creen. Las comparten. Las defienden. Sin darse cuenta, se convierten en cómplices de una gran desinformación colectiva que va contaminando el pensamiento crítico de toda una sociedad.

Este tema fue una de las preocupaciones discutidas recientemente en el Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Arequipa, Perú. Allí, expertos del idioma, periodistas y académicos reflexionaron sobre el peligro de estas noticias fabricadas que distorsionan la realidad y ponen en riesgo no solo el idioma, sino también la convivencia democrática. Porque cuando se repite una mentira muchas veces —y se adorna con gráficos llamativos y una narración convincente— puede terminar por convertirse en “verdad” para algunos. Y eso es peligroso.

La lengua, nos recordaban en este foro, no es solo un vehículo para comunicarnos. También es una herramienta de poder. Con ella se construye la verdad, pero también puede manipularse. Las fake news son un claro ejemplo de cómo el lenguaje puede usarse como arma. Y no hablamos solo de noticias políticas ni de figuras públicas. Las mentiras digitales abordan temas de salud, ciencia, educación, religión, tecnología e incluso el clima. Basta con que alguien diga “lo vi en un video” para que la historia cobre vida propia y comience a reproducirse como si fuera cierta.

Ahora bien, ¿cómo nos protegemos de esta plaga viral?

Primero, desarrollando un olfato más fino. Si algo suena demasiado bueno (o demasiado escandaloso) para ser cierto, probablemente no lo sea. Segundo, no compartas sin leer. Y menos aún sin verificar. El “share” fácil es como pasar un chisme sin haber escuchado bien la historia: al final, todos quedan mal. Tercero, elige bien tus fuentes. Hay medios serios y profesionales que se esfuerzan por verificar antes de publicar. Dales preferencia, aunque no sean tan entretenidos como el canal de “Doña Mirta Noticias”.

Y por último, eduquemos a los nuestros. A nuestros hijos, sobrinos, estudiantes, padres y amigos. Porque la lucha contra la desinformación no es solo cosa de académicos ni de periodistas. Es tarea de todos. En especial de los que usamos las palabras para vivir, para enseñar o para influir. Hablar con ellos, cuestionarnos juntos y detenernos a pensar antes de reenviar algo pueden marcar una gran diferencia en cómo se construye la realidad colectiva que compartimos.

Decía un viejo refrán: “Las mentiras tienen patas cortas”. Pero en esta era digital, más bien, tienen alas largas, Wi‑Fi y algoritmos que las empujan con fuerza. Por eso, defender la verdad no es solo un acto de inteligencia: es un compromiso diario, un ejercicio de responsabilidad y, sobre todo, una forma de cuidar a quienes más queremos en este mundo.

Seamos cuidadosos y prudentes al consumir y compartir información.