“The Crown” nos ha traído en la cuarta temporada las historias paralelas de dos mujeres gigantescas, que comparten el peso del poder y de la maternidad. Margaret Thatcher y la reina Isabel. Para “Maggie”, en ambas facetas, no hacer nada (do nothing) era la peor decisión; para “Isabel”, la mejor. Para una, tener un hijo favorito le parecía natural; para la otra, inapropiado. La serie a través de la relación entre ellas nos obliga a todos a pensar en nuestras convicciones políticas y en nuestras obligaciones paternales.

Para la reina, el poder consiste en aconsejar y apoyar; para la primera ministra, en hacer y decidir. Ambas quieren sanar a Inglaterra de su decadencia, pero una a partir de una maternidad cariñosa; la otra, desde una maternidad exigente. Mientras la reina teme que las medidas liberales de Thatcher sean una quimioterapia insoportable para la enferma Inglaterra, la primera ministra sostenía que “curar Inglaterra con más socialismo era como curar una leucemia con sanguijuelas”. Para la reina, su principal preocupación era “la gente”; para “Maggie”, la “gente” no existía, solo existen las personas y sus familias.

La actriz Gillian Anderson interpreta bien a “Maggie” y nos evoca la descripción que Miterrand hizo de ella: “Tenía los ojos de Calígula y los labios de Marilyn Monroe”. Los rusos, en cambio, la denominaron “La dama de hierro” y así la recordará el mundo.

Netflix no nos cuenta que ella ganó tres elecciones seguidas y que en la tercera sacó más votos que en la primera. Recibió en 1979 una Gran Bretaña postrada y la entregó erguida y a la cabeza del mundo libre. El Reino Unido estaba en franca decadencia. Endeudada: con inflación de 2 dígitos; extorsionada por una dirigencia sindical irresponsable que vivía en huelga y a expensas del resto de los ingleses, y con una industria estatizada e ineficiente, que en vez de crear riqueza la destruía. En 1979, Alemania e Italia, derrotadas en la Segunda Guerra, habían superado económicamente a Inglaterra, que había vencido. El laborismo socialista había destruido la economía, la libra esterlina y el orgullo inglés.

Un político británico con algo de cinismo y mucho de humor negro describió este panorama desolador en una frase: “Éramos básicamente como Corea del Norte, pero sin la esperanza”. Entonces llegó Maggie, la hija de un comerciante modesto, que desde muy joven debió combinar sus estudios con el trabajo (una “facha pobre” dirían por acá). Ganó una beca a Oxford, donde estudió Química, y después Derecho, pero su pasión fue la política. Con la reina compartían su debilidad por las carteras. “Maggie” las hizo su marca de fábrica, tanto que creó un nuevo concepto para designar su forma de gobernar: el " handbagging " o el “carterazo”. A punta de “carterazos” se impuso en un mundo de hombres. Tan famosa fue su cartera preferida (Ferragamo) que se subastó en US$ 150.000.

Partidaria de una sociedad libre, su libro favorito era “Camino de servidumbre”, de Hayek. En su primera reunión con Gorbachov le preguntó: “¿Puedo ser completamente honesta con usted?”, y él le contestó: “Por supuesto”. Entonces ella se despachó una frase que sacó de sus asientos a los diplomáticos: “Yo odio el comunismo”. Ella demostró que en una democracia se puede disminuir el gasto público, reducir la inflación, privatizar empresas, flexibilizar el mercado laboral, ganar una guerra, combatir el terrorismo y liberar a Europa del comunismo. Ella transformó a Inglaterra de una nación de proletarios a una de propietarios, vendiendo 2 millones de viviendas sociales a sus habitantes y los monopolios estatales a 9 millones de ingleses. En su retiro tenía en su mesa de trabajo el libro de Robert Harris “El Presidente, El Papa y la Primera Ministra: los tres que cambiaron el mundo”. Como ella decía, con algo de ironía: “Harris tiene razón, pero se equivocó en el orden”.

Profundamente liberal, revitalizó el Partido Conservador y nunca fue muy querida por la aristocracia. Lord Mountbatten (“Dickie”) lo dijo bien: “Actually I vote labour, but my butler’s a Tory” (“Actualmente, yo voto laborista, pero mi mayordomo es conservador”).

Inglaterra ha tenido dos primeros ministros que inspiraron al mundo y salvaron a Inglaterra. Churchill, del nazismo, y Maggie, del socialismo. Por eso los dos tienen estatuas en el Parlamento y se las tienen bien merecidas.