Su presencia, a menudo inesperada, quebranta la monotonía del paisaje y la arquitectura urbana, imprimiendo un nuevo discurso visual a la ciudad: una paloma de acero inoxidable que alza vuelo en una concurrida intersección del Condado, varios aguacates que reposan en plena plaza del mercado de Santurce y cinco monumentales letras rojizas que anuncian la llegada al pueblo de Ponce. Son todas piezas de arte que rehúyen la contemplación íntima que supone un museo o galería, y se proponen -muy por el contrario- entablar un diálogo con la urbe, sus habitantes y sus espacios. Son, sin más, obras de arte público.

Aunque sus manifestaciones pueden ser diversas -esculturas, monumentos, mosaicos y tipografías, entre otras tantas-, este tipo de arte tiene una característica necesaria: se exhibe en algún espacio público (generalmente en el exterior) y, por tanto, va dirigido a todos. Parques, autopistas, paredes, plazas y estaciones de tren de todo el mundo exhiben con frecuencia estas propuestas artísticas, que parecen soportar agua, sol y sereno con tal de que los transeúntes se crucen con ellas y las admiren.

“El arte está hecho para interactuar con él, reflexionar y disfrutar. Las obras de arte público son exitosas cuando las personas tienen un contacto real con la pieza, cuando generan comentarios y controversias, y, ante todo, cuando no pasan desapercibidas”, asegura Celina Nogueras, promotora de arte y directora del despacho MUUAA, líder nacional del movimiento de las artes, el diseño y la arquitectura.

Durante los primeros años de la presente década, Nogueras estuvo capitaneando -junto con el arquitecto Miguel Rodríguez- el Proyecto de Arte Público de Puerto Rico, una iniciativa estatal que, bajo la gobernación de Sila Calderón, asignó $25 millones para la instalación de 100 obras de arte a través de toda la Isla. Fue en ese tiempo cuando aconteció un verdadero boom de este tipo de piezas a nivel local, un fecundo periodo artístico en donde numerosas creaciones pasaron a ser parte de los entornos urbanos: Paloma y el conjunto escultórico Aedes (en Condado y la PR-22 en Arecibo, respectivamente) de Imel Sierra, Aguacates (plaza de mercado de Santurce ) de Annex Burgos, Mujer reclinada de Fernado Botero y El pescador de sueños de José García Campos (ambas en la plaza del edificio Minillas), por mencionar algunas de las más emblemáticas.

“Antes tú decías ‘arte público’ y creías que eran solamente esculturas, bustos o monumentos decorativos, pero ese proyecto abrió la oportunidad para que otros tipos de obras menos tradicionales -como los mosaicos, las lumínicas y hasta las famosas letras de Ponce- interactuaran y se involucraran con la gente. Eso no pasaba antes”, reflexiona Nogueras. “Fue, además, una oportunidad superimportante para muchos artistas, quienes tuvieron la experiencia de hacer trabajos para el alcance público y a una escala muy grande”, añade la también curadora independiente.

Más allá de los medios empleados o de sus artífices particulares, estas intervenciones urbanas buscan principalmente acercar el arte a la comunidad en su conjunto. Y es que la premisa básica del arte público -poner el arte en la calle- no les tiene mayor tolerancia a los espacios encerrados y selectos. El arte público, como comenta la escultora Linda Sánchez, fue ideado para entrar en contacto directo con las masas y fomentar, así, la sensibilidad artística de muchos.

“La plástica es parte de la cultura de un pueblo, y que el pueblo tenga acceso a lo que es el proceso creativo de la clase artística del país es, sin duda, de suma importancia”, plantea Sánchez, también directora del Departamento de Escultura de la Escuela de Artes Plásticas (EAP). “Entiendo que el arte público es la manera en que el artista se acerca al pueblo y el pueblo al artista, proponiendo -de paso- una valiosa interacción”, puntualiza.