Por los pasados diez años he cubierto todo tipo de espectáculos, unos buenos, unos malos y otros regulares, pero el pasado 9 de enero fui protagonista de uno que me marcó para el resto de la vida.

Se trató de mi debut en la maternidad, un rol para el que no hay libreto y para el cual el único apuntador posible es aquello que te late dentro del corazón.

Eran las 2:05 de la tarde cuando se concretó el momento para el que había ensayado por nueve meses. Conmigo estaba el otro protagonista de la historia, mi esposo Pradip, quien les hizo frente a los nervios para no perderse la escena. Afuera esperaban mi mamá, mi prima, mi otro papá y mi cuñada.

Cuando escuché el llanto de mi hijo, no sé lo que sentí. Fue un shock: “ya está aquí”, dije muy dentro de mí. De inmediato lo vi y sólo pude decir: “¡Qué lindo es, qué lindo es!”.

Nació blanco, blanquísimo, con los labios rosaditos, grande, saludable, como el doctor Somohano lo anunció.

En ese momento no lloré, la emoción me paralizó. Lo besé y rápido me lo pegué al pecho. Desde ese instante se selló nuestro romance. Fue amor a primera vista.

Sergio André se pegó a mi pecho como si siempre hubiera estado allí. Fue entonces cuando comprendí todo aquello que a veces tildé de clichés de la maternidad: ser madre es algo inexplicable, un hijo es el mejor regalo del mundo, no hay amor más puro que el de una madre por un hijo, mi hijo es el más bello, la lactancia es la experiencia más maravillosa que se vive...

A cuatro meses...

Todos esos clichés no me son suficientes para describir lo que es mi vida ahora.

Mi hijo llegó para redondear el amor que vivo con mi esposo; para darle otro sabor a la vida, uno más puro, más simple, más tierno, donde lo único importante es levantarse, respirar y saber que mi hijo está bien, saludable, feliz. Él me lo hace saber cada mañana cuando me despierta con su pícara sonrisa, o con su llanto de hambre.

Este domingo, por primera vez, celebraré el Día de las Madres siendo también protagonista.

Seguramente me volveré a sentir extraña, pero me apoyaré en la mirada de mi hijo, en las caricias que me hace cuando lo lacto, en su suave respiración, en sus inquietas piernas - una de ellas me la trepa cuando dormimos juntos-, en las trompetillas que le enseñó la abuela, en ese llanto que a veces parece decir “mama”... para entender este papel para el cual mi madre, con su ejemplo, me entrenó y lo sigue haciendo cada día.

Gracias Dios; gracias mami; gracias Pra; gracias mi gordito bello; por despertarme a este amor mágico que hoy comparto con todos ustedes.