Pudo haber sido J. Carbonell, como se llamaba su abuelo, el nombre del que se estaría hablando en este reportaje. A Tere Dávila siempre le ha gustado “ese jueguito de que las mujeres escriban con seudónimos de hombres”.

Pero para su primer libro de cuentos prefirió ludismos más realistas, como el de tripiarse a un macho que está constantemente pensando en el trasero femenino o, mejor dicho, en cualquier glúteo de mujer, siempre y cuando satisfaga sus fantasías sexuales.

“Definitivamente, yo tengo una parte del cerebro que es bastante masculina”, expresa la autora de El fondillo maravilloso y otros efectos especiales (Terranova). Con esta afirmación se responde a sí misma por qué gran parte de los cuentos incluidos en ese tomo tienen perspectivas de hombres, y se tranquiliza ante la pregunta que se hizo –y le hacían– durante los años en que se dedicó a redactar comerciales de cervezas: “¿Cómo es posible que una mujer escriba algo tan machista?”.

Ese cuestionamiento no es válido, aclara, en cuentos como El fondillo maravilloso, compuesto con intención de mofa y en clara oposición a las “estupideces” machistas.

“No es una burla con coraje, pero sí es una burla. He conocido muchos mujeriegos y algunos me parecen simpáticos, aunque esto que esté diciendo no sea lo políticamente correcto”, establece la escritora de ademanes delicados, ataviada de blanco y apoyada por la comodidad de unas sandalias.

“Yo no soy muy feminista, o por lo menos no como se entiende aquí. Nunca he tenido muchos problemas con manejar un mundo de hombres. Hay veces en que me enojo, pero una se bandea”, reflexiona Tere Dávila.

El texto consta de 23 relatos breves entre los que se cuelan los mensajes que deja en una grabadora el pobre “Carlos”, quien insiste infructuosamente en salir con una chica. Los temas son diversos, pero los unifica, en el espectro temático, la “apreciación de la realidad a través del cuerpo y de las apariencias”, y en el formal, una fragmentación matizada por diálogos tan naturales como lo podrían ser los cinematográficos.

A estas alturas de la narrativa puertorriqueña contemporánea no es necesario mencionar, además, que el libro retrata la comunicación por Internet y que se inscribe en un espacio citadino. Aún así, el absurdo se cuela en relatos como Pop Porn, La taza de café y High Noon, en el que se mezclan un coronel y un chicle masticado por un nene.

“(La narración del volumen) es como la gente piensa: desarticulado, corto, rápido. No hablamos claro; nos sobreentendemos todo el tiempo. Creemos que el otro está supuesto a entender o adivinar lo que le queremos decir. Esto afecta la calidad de vida, y hasta cierto punto, sin querer yo ser moralista, esto se refleja en el libro”, anticipa la autora.

Es, además, una forma de “desarmar” al lector con un humor que le permita pensar con la cabeza que más use, dar la cara del cuerpo que quiera dar según lo que le provoque el texto, jugar a ser el abuelo escandalizado, o vestirse de la nieta a la que no le da pachó titular un libro con la palabra “fondillo”.