Los bebés se incorporan al mundo protegidos por una “incubadora”, un escudo protector invisible que ofrecen los padres y cuidadores. En este espacio intentamos, y en la mayoría de las veces logramos, que se sientan seguros, protegidos, amados, cuidados y atendidos en sus necesidades.

De esta manera, no gastan su tiempo y energías en ocuparse de cuestiones de supervivencia ni tienen que protegerse o defenderse de nada ni de nadie y usan toda su energía para crecer, interesarse por el mundo, jugar, aprender, interactuar con otros. Con el tiempo, llegan a obedecer por amor y confianza en sus padres y cuidadores en lugar de hacerlo por miedo a la pérdida del amor o al abandono, o por sentimiento de culpa, como ocurría en generaciones anteriores.

Hasta los cuatro o cinco años, las pautas vienen desde afuera. Los más chiquitos necesitan adultos que los orienten en su conducta, no siempre pueden regularla por sí mismos ni “saben” de códigos de convivencia, de riesgos, de lo que les conviene o lo que les hace bien o mal. Lo van aprendiendo por experiencias en las que los adultos comprenden sus deseos y su enojo cuando no se cumplen, lo ponen en palabras de modo que se sientan escuchados y entendidos, y ponen límites a sus acciones.

Con el tiempo y las repeticiones, los chicos internalizan esas pautas y logran hablar de lo que les pasa y acatarlas en lugar de responder impulsivamente.

Hay cuatro áreas fundamentales de las que nos tenemos que ocupar sí o sí para que nos hagan caso: salud (abrigarse, tomar remedios, vacunarse, no mucha pantalla, etc.), seguridad (cruzar la calle de la mano, -no tocar enchufes, cuidar lo que se llevan a la boca, y otros), ética (mentir, sacar sin permiso, pegar, morder, escupir, etc.) y el bienestar general.

Este último implica no permitir que hagan cosas que molesten a otros o que compliquen nuestro entorno familiar. Por ejemplo, no dejarlos comer caramelos o galletitas a cualquier hora ya que si lo permitimos seguramente después no coman la comida saludable que les preparamos, y esto llevaría a que nos enojemos con ellos y se arruine el ambiente de la mesa.

La conciencia moral -o el deber ser- de los más chiquitos es entonces externa. Alrededor de los cinco años esas pautas se van internalizando y ellos empiezan a obedecer porque sus padres –ahora desde adentro de ellos, en el recuerdo de las experiencias anteriores- los conducen a hacer las cosas bien; ya no necesitan una marca tan cercana.

En muchos temas van haciendo lo que esperamos de ellos, a veces porque se acostumbraron (a bañarse, o lavarse los dientes a la noche antes de acostarse), o porque lo incorporaron en infinidad de experiencias compartidas y saben lo que es adecuado o correcto, lo que está bien o mal. Cada uno lo hace a su ritmo personal y tendremos que estar atentos a cuáles temas podemos dejar en sus manos y a otros en los que tendremos que seguir poniendo pautas. Esto es especialmente difícil cuando es muy atractivo lo que tienen que dejar, o muy aburrido/poco interesante lo que tienen que hacer: aunque tengan la madurez necesaria, no tienen suficiente fortaleza interna para hacer caso.

Además, entre los ocho o nueve años empiezan a estar atentos a la justicia de esas pautas que imponemos los adultos: si nosotros hacemos aquello que les pedimos, si le pedimos lo mismo a sus hermanos, si es razonable, etc. y esa va a ser la fuente de muchos enojos y reclamos.

En la adolescencia, etapa de rebeldía -ineludible para convertirse en personas separadas de nosotros- puede haber también mucha oposición y cuestionamientos a nuestras pautas y es importante que los adultos, sin dejar de ser firmes y cuidarlos, no nos ofendamos ni desilusionemos ante sus actitudes y respuestas, y a la vez vayamos permitiéndoles mayores libertades a medida que los vemos preparados.

Dentro del escudo protector que ofrecemos va a haber muchos “sí” pero también unos cuantos “no” porque nuestra tarea es cuidarlos hasta que puedan cuidarse por sí mismos, y aprendan a nuestro lado que en este mundo todos tienen derechos, no solo los chicos, y que las responsabilidades, incluso las obligaciones, van creciendo junto con esos derechos a medida que maduran lo suficiente para hacerse cargo de ellas.