El pasado 4 de septiembre se celebró el Día Mundial de la Salud Sexual, una iniciativa de la Asociación Mundial para la Salud Sexual, que desde el 2010 promueve conciencia social sobre lo que realmente significa tener una sexualidad sana.

La Organización Mundial de la Salud define la salud sexual como un estado de bienestar físico, mental y social en relación con la sexualidad, no solo la ausencia de enfermedad o de problemas.

Septiembre se ha convertido, entonces, en un mes de reflexión y educación sobre este tema y el lema oficial de este año es: “Justicia sexual: ¿Qué podemos hacer?”. Esa frase nos reta a mirar la sexualidad no desde el morbo ni desde la censura, sino desde los derechos.

Justicia sexual significa que todas las personas deben tener el poder, los recursos y el acceso para tomar decisiones libres y saludables sobre su sexualidad y reproducción; significa construir un mundo donde la salud y el placer sexual se experimenten sin discriminación ni violencia.

La salud sexual no es solo prevención o conocimiento; tampoco es solo placer. Es bienestar físico, emocional y mental, es reconocer que nuestra sexualidad está profundamente conectada con nuestra calidad de vida. Este año, el énfasis en la justicia sexual nos recuerda que no puede haber salud sexual plena si no hay equidad, respeto y acceso para todas las personas. Hablar de justicia sexual es cuestionar prejuicios, desigualdades y normas sociales que perpetúan la discriminación y la violencia y que limitan nuestro derecho a vivir la sexualidad de forma libre, segura y saludable.

Por eso, la educación sexual es más que hablar de pene, vulva o placer. Es educación, es prevención, es salud y sobre todo es justicia: porque sin justicia sexual, no hay salud sexual. En Puerto Rico, sin embargo, seguimos cargando con silencios y heridas que revelan lo lejos que estamos de esa justicia. Hace poco lo vimos reflejado en la televisión local, cuando se expusieron conductas de acoso presentadas como entretenimiento. Ese tipo de exposición mediática no es trivial: muestra cuán normalizado está el irrespeto, cuán poco entendemos todavía sobre consentimiento, y cuán urgente es hablar de educación sexual.

La mayoría de nosotras conoce a alguien —una amiga, una prima, una vecina— que ha vivido alguna experiencia de acoso, hostigamiento o violencia sexual. Triste y lamentablemente, a veces es tan común que pareciera casi “normal” y eso es precisamente lo más preocupante.

Culturalmente, nos enseñaron a callar. Cuando un adulto insistía en que una niña se sentara en su falda o cuando se obligaba a saludar con un beso aunque la menor se sintiera incómoda, la forma de “resolver” del núcleo familiar solía ser el silencio: “eso no se habla”, “no digas nada”, “olvídalo y sigue”. Pero el silencio no protege; el silencio perpetúa. No solo se le resta importancia al dolor de la víctima, también se normaliza la violencia y se le abre la puerta a que vuelva a repetirse.

La justicia sexual exige romper con ese patrón. Porque si seguimos callando seguimos perpetuando una cadena donde las víctimas cargan con la culpa, los agresores se esconden detrás del silencio y la sociedad se queda en deuda con quienes más necesitaban apoyo.

Lo vimos reflejado incluso en la pantalla, en producciones como “Catfish: Unknown Number” en Netflix, donde la figura materna —llamada a proteger— termina siendo la agresora. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo un adulto que carga con prejuicios, con ignorancia o con su propia violencia va a poder ofrecer a sus hijos una educación sexual sana y objetiva? La respuesta es clara: no puede.

Hablar de educación sexual es hablar de justicia, porque no basta con reaccionar después del daño; necesitamos prevenir desde antes y eso solo se logra educando. Una sociedad que apuesta por la educación sexual no está promoviendo libertinaje, está enseñando a respetar, a reconocer límites, a identificar violencias y a exigir un trato digno.

La justicia sexual implica que las familias y las instituciones asuman su rol, que entiendan que no se trata de “esperar a que los niños crezcan” o “que lo aprendan en la calle”. La educación sexual no es una opción, es un derecho. Y cuando se imparte desde la niñez, acompañada de información objetiva y profesionales capacitados, se convierte en la herramienta más poderosa para prevenir abusos y romper ciclos de silencio.

Como sexóloga, me encuentro constantemente con personas que crecieron creyendo que la sexualidad era un tema prohibido, cargado de culpas y de miedo. Esa falta de educación los dejó vulnerables a experiencias dolorosas, a no reconocer cuándo fueron víctimas o a repetir patrones de violencia porque nunca les enseñaron otra forma de relacionarse.

Y esto no solo afecta la niñez o la adolescencia: también alcanza a los adultos. Matrimonios de muchos años enfrentan problemas de comunicación, de intimidad y de satisfacción porque arrastran creencias limitantes que no corresponden a su realidad. Él piensa de una manera, ella no se atreve a expresar lo que desea o simplemente no sabe cómo hacerlo. El resultado: vidas sexuales incompletas, insatisfacción y distancia emocional.

Todo esto, también, es consecuencia de la falta de educación sexual y de no naturalizar lo que es natural: nuestra sexualidad. Los números hablan solos: en Puerto Rico, más de la mitad de los ofensores sexuales son familiares (53.7%), y casi una cuarta parte (24.6%) son personas conocidas. Esto nos confirma lo que tantas veces hemos sentido y callado: el peligro no suele venir de un desconocido en la calle, sino de alguien cercano, de alguien en quien se supone que podíamos confiar. Por eso, limitar o censurar la educación sexual no solo es un error: es una injusticia. Significa dejar a niñas, niños y jóvenes sin las herramientas necesarias para identificar un abuso, ponerles un bozal frente a la violencia y repetir un ciclo de silencios que nos ha costado demasiado como sociedad.

La salud sexual es bienestar, es conocimiento, es prevención, pero también es justicia. Y justicia es hablar, enseñar, denunciar, acompañar. No podemos seguir callando. Si pasas por una situación de violencia sexual o conoces a alguien que lo esté, no están solas ni solos. Puedes comunicarte a la Línea PAS: 1-800-981-0023, a la Coordinadora Paz para la Mujer: 787-281-7579, o a la Línea de ayuda del CAVV: 787-765-2285. También puedes acceder a recursos nacionales como RAINN: 1-800-656-4673.

(Este artículo es solo para fines informativos y no debe tomarse como asesoramiento médico ni reemplazo terapéutico. Si deseas aprender más sobre cómo conectar con tu placer de forma consciente, tienes preguntas o inquietudes específicas sobre tu bienestar sexual, te recomiendo consultar con un profesional de la salud. Para una atención personalizada te invito a agendar una consulta sexológica conmigo. No olvides seguirme en las redes para más contenido @LaylaMParty)