De Cabo Rojo a Río de Janeiro: La boricua que celebra la Navidad en verano
Aunque no hay friíto navideño ni plátanos verdes, Cristina María Barroso Negroni mantiene viva su alma puertorriqueña en la cuna de la samba y la bossa nova.
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Nota del editor: La serie Boricuas en la Luna destaca las historias de los puertorriqueños que han extendido las fronteras de la Isla al establecerse por el mundo, cargando con nuestra bandera, cultura y tradiciones.
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Cuando Cristina María Barroso Negroni celebra la Navidad, el termómetro marca los 90 grados Fahrenheit, Santa Claus llega en jet ski por la bahía de Guanabara y no hay caricias del friíto navideño. Las altas temperaturas invitan a darse un chapuzón en la festiva playa de Copacabana.

“Eso fue diferente para mí, un poco extraño. La Navidad aquí es verano. La gente es loca con la playa y yo: ‘pero gente, estamos en Navidad’, en mi cabeza eso no cabía”, recordó Cristina entre risas.
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Para esta “puertorriqueña, caborrojeña y colegial” de 42 años, la inversión de las estaciones del año fue uno de sus primeros choques en la cuna de la samba y la bossa nova. Pero Cristina no llegó a Brasil por casualidad: desde muy joven sabía que quería aprender sobre otras culturas.
Se graduó en 2006 del Recinto Universitario de Mayagüez con un bachillerato en Sistemas Computadorizados de Información. En su último semestre, la empresa alemana de software SAP la contrató para trabajar en Estados Unidos, lo que la llevó a vivir nueve años en Chicago.
Tras ese tiempo en la Ciudad de los vientos, regresó a Puerto Rico. “Quise volver a mis raíces, estar con mi familia y aportar a la isla por lo mucho que me dio. Trabajé con Banco Popular y luego quise un cambio, y estaba buscando irme para Río de Janeiro”, comentó.
¿Por qué Río? Siempre que podía, viajaba. En 2017 tenía programado visitar la capital carioca. Sin embargo, el huracán María cambió el panorama.
“Puerto Rico estaba devastado y yo saliendo para Brasil... fue grave. Pensé que no se iba a dar”, recordó. Pero logró hacer el viaje vacacional que marcaría su futuro.
“Me enamoré de esta ciudad. Fue una conexión bien bonita. He visitado muchos sitios, pero la conexión que tuve con Río de Janeiro nunca la había sentido. Es más un sentimiento que algo que vi”, explicó. El cerro Pan de Azúcar se convirtió en uno de sus lugares favoritos.

“Es una ciudad bien bonita, con mucha gente y mucha naturaleza. Eso también tuvo mucho que ver”, añadió.
Cristina decidió mudarse a Río de Janeiro en 2020, pero la pandemia atrasó los planes hasta 2021. Ese año emprendió vuelo sin saber portugués.
“El portugués se parece mucho al español, pero es bien diferente al mismo tiempo. No tomé clases formalmente, pero sé leerlo, escribirlo y hablarlo”, dijo.
Intentó aprender el idioma a través de una aplicación, pero fue la convivencia diaria la que realmente le enseñó. “Estuve en una relación aquí, ella era brasileña, y vivir y conversar con ella me ayudó mucho”, recordó. “Escuchaba música, leía, preguntaba. Me esforcé para aprender y aún hoy sigo preguntando”.
Esta mudanza significó empezar desde cero.
“Era la primera vez que me mudaba a un país fuera de Estados Unidos. No tenía historial de crédito y tenía que usar mis tarjetas del exterior”, explicó sobre sus primeros retos.

Los obstáculos burocráticos no tardaron en aparecer. “A la hora de abrir una cuenta de banco era más complicado. Yo quería comprar una casa, pero no pude porque los bancos no me prestaban dinero. Me frustraba un poco, pero son parte del ciclo de vivir en el extranjero”, admitió.
Sin embargo, reconoció que Brasil tiene una política migratoria accesible. “Aquí es bien abierta. Para poder vivir aquí hay que registrarse, tener todos los documentos al día, pagar impuestos y ser un ciudadano del bien”, detalló.
“Fui buscando trabajo y acabé casándome también”, añadió, aludiendo a cómo su vida se fue estableciendo gradualmente.
Hoy, Cristina reside en un apartamento de dos cuartos en el barrio costero de Copacabana. Consiguió empleo nuevamente en SAP y, aunque no ha conocido otros boricuas en la ciudad, encuentra cercanía a través de la música y la comida.
Cuando añora, pone salsa o reguetón, o se da “un brinquito para Puerto Rico”.
“Aquí la comida es bastante parecida, pero sí, cocino arroz con habichuelas, que se consigue fácilmente”, explicó.

El verdadero reto está en encontrar plátano verde. “Se me ha hecho imposible. Eso siempre ha sido tema de conversación. Yo ando preguntando quién consigue”, contó con una mezcla de frustración y humor.
“Aquí lo consumen amarillo”, describió. “Qué pena, porque un mofongo o unos tostones estarían chéveres”, dijo con nostalgia.
Más allá del sazón, cruzar el charco implicó enfrentar una nueva realidad económica.
“Una compra de una semana, que aquí llaman la cesta básica, sale más o menos en unos 300 reales brasileños, que son $60 aproximadamente”, precisó. En cuanto al alquiler de su apartamento, paga casi 5,000 reales, que son unos $900. Como ventaja, nunca se le va la luz.
A pesar de haberse adaptado a la vida carioca, Cristina mantiene un fuerte vínculo con sus raíces. Para ella, ser “puertorriqueña, caborrojeña y colegial” no es solo una descripción geográfica, sino una declaración de identidad.
“Para mí es un orgullo tan grande. No me canso de decir dónde está Puerto Rico, cómo es la cultura, la fiesta, la gente. Y es eso: promover mi isla, no solo con palabras, sino con acciones. Quiero que todo el mundo la conozca”.

¿Si tuvieras que explicarle a un brasileño qué es lo que hace a Puerto Rico único?
“Una de las cosas únicas de los puertorriqueños es la unión familiar y de pueblo. Hay una conexión verdadera y hermosa entre nosotros. Cuando viajo y me encuentro con un boricua, es como si fuéramos primos o hermanos de toda la vida”.
Y aunque ha hecho de Río su hogar, lo que más extraña —además del mofongo— son la familia, los amigos y las navidades, cuando diciembre llega sin trullas, sin pasteles y sin friíto navideño.
Aun así, Cristina sigue celebrando con alma boricua, entre samba y salsa, en medio del bullicio de Copacabana.