Sentado en el piso de piernas cruzadas mientras su esposa y sus seis hijos servían platos con frutas en un mantel rojo, Wolayat Khan Samadzoi miraba hacia el balcón, atisbando la luna que empezaba a salir en el despejado cielo de Nuevo México.

Entonces Samadzoi, un exsoldado afgano, se llevó un dátil a la boca y rompió su primer ayuno del ramadán en suelo estadounidense, lejos de la amenaza Talibán pero también de sus familiares, con los que usualmente celebra el feriado islámico y quienes siguen en Khost, Afganistán.

Pocos minutos después de saborear el naan (pan tradicional) untado con frijoles y okra, Samadzoi fue con su esposa y sus dos hijos mayores a rezar en sus alfombras. Era un sábado en la noche y el apartamento de dos dormitorios se llenó de plegarias.

“Yo rezo por ellos y ellos rezan por mí, ellos me extrañan”, declaró Samadzoi en referencia a sus familiares en Afganistán. Su primo Noor Rahman Faqir, quien ahora también vive en Las Cruces, traducía del pashto al inglés rudimentario que aprendió al trabajar con las fuerzas estadounidenses en Afganistán.

Adaptándose a su nuevo entorno, los afganos evacuados a Estados Unidos tras la toma del poder del Talibán el año pasado están celebrando ramadán por primera vez en suelo norteamericano, agradecidos de estar a salvo, pero tristes por sus familiares que se quedaron atrás.

Desde zonas metropolitanas con nutridas comunidades afganas hasta este pueblo universitario en medio del desierto y a menos de 64 kilómetros (40 millas) de la frontera con México, miles de afganos comparten un mismo pesar que se agudiza en esta época usualmente festiva: con un estatus migratorio solamente temporal y con empleos de baja remuneración, se sienten impotentes para ayudar a los familiares que se quedaron en Afganistán.

Abdul Amir Qarizada se recuerda la hora exacta —4:30 p.m.— en que recibió órdenes de despegar en el aeropuerto de Kabul en medio del caos de la evacuación, sin poder sacar a su esposa y cinco hijos, que siguen en Afganistán.

“En ese momento lo que pensaba es que ojalá el avión esté bien, pero al mismo tiempo, sabía que mi familia no estaba bien”, expresó Qarizada tras acudir a los servicios religiosos en la mezquita de Las Cruces, a donde suele ir “para encontrar un poco de paz”.

Lo mismo hace Qais Sharifi, de 28 años, quien dice que no duerme de la preocupación que tiene por los hijos que dejó en Afganistán, entre ellos una hija que nació dos meses después de que él salió, solo, del país.

Ambos hombres sonríen, sin embargo, cuando el director de educación de la mezquita, Rajaa Shindi, los invita a registrarse para la tradicional cena del iftar que se realizará en el salón del templo islámico.