
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 15 años.
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Argentina.- Me subí al auto como si fuese a trabajar, excepto que seguí manejando sin parar. Desde Nueva York hasta Buenos Aires. Cuatro meses y un recorrido de más de 21,000 kilómetros (13,000 millas).
Es la primera etapa de un viaje alrededor del mundo, una expedición que considero la máxima aventura que hay en esta Tierra. Desde Buenos Aires enviaré mi auto en barco a África, adonde iré en avión. Seguiré manejando hacia el norte, a Europa, luego al este, a Asia y finalmente, a fin de año, regresaré a Estados Unidos.
Mi aventura comenzó el 15 de noviembre, en que dejé mi trabajo como director de arte de The Associated Press, entregué mi departamento y partí con un Toyota Land Cruiser de 1996 al que le instalé una carpa en el techo, un refrigerador, una hornilla y un inodoro portátil. En total, 145 libras de carga.
Desde entonces atravesé selvas, montañas y neblinas, manejé por calles de tierra, desiertos de arena y salinas. Policías corruptos trataron de sacarme dinero y mapas errados me hicieron ir por caminos que no llevaban a ninguna parte.
Vi monos en la selva costarricense, flamencos en Bolivia, llamas en Perú, además de cerdos del tamaño de un potro. Acampé en playas nicaragüenses tan lindas y remotas que uno se olvida de que tiene que volver a la civilización algún día. Visité las ruinas mayas de Copán en Honduras, las tumbas antiguas y las cuevas pintadas de Tierradentro en Colombia y la ciudad vieja de Quito, con su sabor colonial.
Una nota sobre el viaje que apareció en diarios y portales antes de que iniciara el recorrido generó miles de charlas cibernéticas y me llegaron cientos de correos electrónicos e invitaciones. Agradezco la generosidad y la hospitalidad de tantos extraños que me dieron de comer y un lugar donde dormir. Una cantidad de personas se acercaron a ayudarme al ver unos carteles que tengo en el auto sobre mi viaje. Fue lindo ver que hay una comunidad real detrás de todos estos mensajes electrónicos de la Internet.
Rechacé algunos ofrecimientos, incluidos uno de una canal de televisión de cable que me quería acompañar y otro de una compañía que quería pagarme para que usase una chaqueta con publicidad durante todo el viaje.
Mucha gente siguió mi viaje a través de mi blog, TransWorldExpedition.com, donde pego fotos y doy detalles de lo que estoy haciendo. Uno de los correos electrónicos que recibí era una propuesta de matrimonio para mi compañera de viaje, Nadia Hubschwerlin. Nadia es una amiga de la infancia y entre nosotros no hay nada, solo una buena amistad. En mi blog, le dije al de la propuesta: “Me encantaría ser testigo de la boda, siempre y cuando seas un tipo decente”.
Estaba fresco en Nueva York cuando iniciamos el trayecto, pero nos alejamos del frío, avanzando por carreteras hacia el sur, siguiendo mayormente el viejo sendero de los Apalaches que llega a Georgia. Nos quedamos un tiempo en Nueva Orleáns (soy francés y desearía que Francia jamás hubiese vendido Luisiana), luego cruzamos la frontera por Texas e ingresamos a México. Cruzamos Centroamérica por la Carretera Panamericana. Pasamos por Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Panamá.
La ruta se interrumpe en el Tapón de Darién, una selva intransitable. Enviamos el auto en barco a Colombia y nosotros viajamos allí en avión. Seguimos hacia el sur, cruzando Ecuador, Perú y Bolivia, hasta llegar a Argentina.
Acampamos en playas y en parques. Con frecuencia nos permitieron dormir en haciendas, donde hay espacio de sobra y la gente está acostumbrada a recibir peones que trabajan por temporada. En Costa Rica había tantos estadounidenses que parecía que estábamos en Estados Unidos. También nos acogieron en varias viviendas en Guatemala, donde todo el mundo parece tener un pariente trabajando en Estados Unidos.
A veces pagamos unos pocos dólares para dormir en un hotel barato o en un campamento. Otras nos permitieron quedarnos sin pagar. Estacionábamos el auto, sacábamos una mesa y comenzábamos a cocinar antes de que cayese la noche. Por la mañana, hacíamos café con granos deliciosos que conseguimos en las mejores regiones cafeteras de Centroamérica. Compramos alimentos en mercados típicos. Una hornilla que funciona a gasolina fue nuestra mejor amiga durante el viaje, especialmente en las regiones montañosas frías.
En los sitios calientes, era duro no tener una ducha. Nos bañábamos cuando podíamos, en alguna casa a la que nos habían invitado, en un hotel o en algún campamento. También nos bañamos en lagos y usando baldes de agua.
En el Cusco pagamos cuatro dólares por persona en un hotelito, soñando con una ducha. Y nos encontramos con que no había agua caliente por la mañana. Eso nos pasó a cada rato: los dueños de los hoteles prometían que habría agua caliente y nunca la había. En Perú nos quedamos sin agua caliente y sin Machu Picchu, ruinas que siempre quise visitar. El Machu Picchu estaba cerrado por unas inundaciones.
Pero disfrutamos mucho una visita al mercado popular de alimentos de Cusco. Tomamos té de hoja de coca y compramos grandes cantidades de queso, el mejor que comimos en mucho tiempo. Los peruanos son buenos cocineros y su pan es parecido al de Francia.
Tuvimos problemas con el auto a cada rato. En Mexico tuvimos que manejar con el bonete abierto porque el motor se recalentaba. En Honduras un mapa errado nos llevó a un pueblito en la montaña donde se acababa la carretera. Al regresar al día siguiente, se nos rompió la dirección y nos estrellamos. Salimos ilesos, pero el auto requirió reparaciones y repuestos.
Conseguimos llegar a Managua, con el eje dañado. Allí alguien lo reparó como pudo y seguimos viaje.
Camino a Cusco nos quedamos varados en el barro todo un día. Dos camioneros que trataron de ayudarnos se vararon también. Finalmente obreros viales nos rescataron.
Al manejar junto a la ladera de una montaña nos cayó una lluvia de piedras debido a un deslave. En Bolivia unos huelguistas habían paralizado las carreteras y pudimos avanzar uniéndonos a una caravana de periodistas.
Siempre que cruzamos alguna frontera tuvimos que llenar una cantidad de papeles inservibles y poner innumerables estampillas. En algunos lugares, al ver nuestra placa de Estados Unidos los agentes nos paraban e inventaban alguna infracción. En Honduras fingimos que no entendíamos y nos dejaron ir. En México un policía nos pidió cinco dólares para comprar un pollo. Le di dos y quedó contento.
En Managua la policía nos paró unas 15 veces. En una ocasión amenazaron con quedarse con mi licencia de conducir y tuve que darles $15.00. En Bolivia tuvimos esta conversación con un funcionario de aduana:
“Todo está bien, señor. Ahora debe hacer una contribución”.
“¿Contribución? No le entiendo”
“Dinero”.
“No tengo dinero”.
“Sí señor, una contribución”.
“¿No será corrupción?”.
“No señor, simplemente un aporte para la oficina”.
Al final nos dejaron ir porque no teníamos la divisa local.
Antes de iniciar el viaje, me encontré con el aventurero Al Podell, uno de los autores del libro “¿Quien necesita una carretera?” sobre su propio viaje alrededor del mundo a mediados de la década de 1960. Ese libro fue una gran inspiración para mí. Al me dijo que dudaba que pudiese completar el viaje y ofreció contratar tres mujeres armadas con ametralladoras para que me protegiesen en Colombia. Decliné el ofrecimiento, pero el hecho de que se haya preocupado tanto me conmovió. Al, no hay nadie como tú.
Cruzamos Colombia sin problemas, pero siempre estoy pendiente del tema seguridad. En Cusco, diez minutos después de haber llegado, un individuo tomó una computadora portátil que tenía en el auto. Lo perseguí y la recuperé. Veinte minutos más tarde, otro tipo trató de abrir el baúl, por suerte sin conseguirlo. Todo el tiempo que pasamos allí estuvimos cerrando el auto con llave y prestando mucha atención a lo que sucedía a nuestro alrededor.
En los años 90, Al dijo que en la era moderna era “imposible repetir” un recorrido en auto de 67,500 kilómetros (42,000 millas).
Mientras me preparo para dejar Sudamérica y dirigirme a África, estoy decidido a demostrarle que se equivocó.