Con 22 años, Dmitró ha visto morir a su madre y no sabe dónde está su hermano. Valentina, de 74, solo quiere llorar al darse cuenta de que no le queda nada. A sus 84, Anatoli cree que la guerra en Ucrania es mucho peor que la que vivió en 1945. Son historias bajo las bombas del “infierno” de Mariúpol.

Tras sufrir semanas de bombardeos, muerte, hambre y sed, los tres están ya a salvo en un centro comercial de Zaporiya, la ciudad a unos cuarenta kilómetros del frente y 220 de Mariúpol convertida en centro de refugiados, adonde estos días llegan coches y autobuses con centenares de personas huidas gracias a los corredores humanitarios.

Ayer domingo, quince autobuses alcanzaron suelo seguro provenientes de Mariúpol y este lunes van llegando otros vehículos en un goteo de coches, furgonetas y autobuses desde Mariúpol y otras localidades cercanas a la “ciudad infierno”.

Así es como la llama Dmitró, que acaba de llegar de un pueblo en su camino desde Mariúpol junto a un amigo de su edad. “No hay palabras que lo puedan describir”, dice junto al autobús amarillo de ventanas empañadas con dos decenas de mujeres, hombres y niños ahora relativamente a salvo de las bombas.

Él se quedó en Mariúpol hasta el 21 de marzo, dos semanas después de ser testigo de una escena que explica con voz suave, mirada perdida y ojos hinchados. “Nuestra casa está cerca de un corredor verde y cuando volvíamos a casa lanzaron misiles contra él. Mi madre estaba en el jardín y las bombas le hirieron en la cabeza. Murió dos días después en el hospital”.

Su padre, cuenta, está cuidando de su abuelo en un pueblo cercano de Mariúpol, pero de su hermano no sabe nada desde hace semanas. No tiene manera de comunicarse con él, las redes no funcionan, y vive en una zona de la ciudad ocupada por los rusos, junto a su mujer.

VALENTINA, 74 AÑOS: “NO TENGO NADA”

Valentina baja del mismo autobús que Dmitró con una gran bolsa de basura, llena de ropa y mantas. Camina apoyándose en unos bastones de montaña. “Quiero llorar”, dice. “Cuando quemaron mi casa, me fui de Mariúpol. No tengo casa a la que volver, no nos queda nada. No podía imaginar esto, de ninguna manera, que a esta edad no me quedaría nada”.

El autobús amarillo acaba de llegar al aparcamiento del centro comercial. Dentro y en unas carpas, voluntarios dan de comer y beber a los refugiados. En un panel se leen carteles de los que buscan a familiares.

Se calcula que en la ciudad, de 750,000 habitantes antes de la invasión rusa, quedan todavía 100,000 personas viviendo incomunicadas y sin suministros.

“Estoy buscando a mi familia. A Liuda, mi madre, a Nastia, mi hermana, y a Natalia y Chole”, dice un papel escrito con letras naranjas con un número de teléfono al lado. “Por favor, evacuad a Serguéi y Valentina. Pasan la noche en un refugio”, se lee en otro con una dirección.

BOMBARDEOS DEL AMANECER AL OCASO

A pocos metros, en una esquina resguardado del frío y con Shishka, la perra de su hija, está Anatoli, que llegó ayer directamente de Mariúpol con ella. Espera paciente a que vuelvan de arreglar el coche para partir hacia Dnipró, una ciudad más segura a casi cien kilómetros de distancia.

“Es horrible, es mejor no ir allí”, recomienda, porque “los soldados están en la ciudad, matando a gente” y no hay gas, luz, agua ni comida.

Él dormía con su hija y su yerno junto a las paredes de su casa, pero las noches no eran el peor momento. “No hay ataques por la noche, es en cuanto sale el sol y hasta el anochecer cuando no paran de bombardear”, explica.

Esta es la segunda guerra que sufre, pero no se parece, dice, a la contienda nazi: es peor. “En la segunda guerra mundial también apoyé al Ejército y cuando los alemanes se iban de Mariúpol salí a intentar matarlos. Pero esta guerra no tiene nada que ver, la gente está sufriendo y los rusos han hecho la ciudad añicos. Tienen armas muy poderosas, no como hace setenta años”.

“LOS RUSOS ROBARON TODAS LAS MEDICINAS”

Pero la ciudad no es la única arrasada por las tropas rusas. Según los testimonios de los refugiados, otras localidades tomadas por los rusos también están seriamente dañadas.

Como Polohi, a medio camino entre Zaporiya y Mariúpol, donde vivía hasta hoy María, enfermera del área de reanimación del hospital regional que ha aguantado en la localidad ocupada hasta que un misil destruyó su casa.

Recién llegada en una furgoneta con su hija, su marido y compañeras de trabajo, enseña la foto del sótano mohoso donde dormía. “Los soldados rusos destruyeron todas las farmacias y robaron todas las medicinas, así que no había manera de cuidar a los pacientes”, dice. Allí quedaron 800 enfermos.

Atravesando otros pueblos en su ruta desde Mariúpol también viene Serguéi, que pide dar un nombre falso porque sus hijos viven en Donetsk y teme represalias. Lo vivido allí, dice, no puede explicarlo “ni en ruso ni en inglés”. “Había muchos cuerpos en las calles, con las caras descubiertas”.

Después de pasar dieciséis puestos de control rusos y tener que desvestirse para probar que no tiene tatuajes militares, ahora puede abrazar tranquilo a una vecina que acaba de llegar y sentirse relativamente a salvo. “Por fin puedo respirar”.