Enrique vivió rodeado de prostitución desde pequeño. Creció en una colonia popular del centro de la Ciudad de la México, donde su mundo eran los cabarets. Narra que a su mamá un hombre le dio trabajo como bailarina y después la prostituyó.

Su infancia transcurrió entre hombres entrando y saliendo del cuarto que rentaban. Mientras ella salía a trabajar, él la esperaba afuera de los centros nocturnos vendiendo cigarros, apenas tenía nueve años.

“Alcoholizada, mi madre nos golpeaba, metía hombres a la casa. Yo me salía con mi hermano mayor y vivíamos en la calle, hacíamos mandados para que nos pagaran y pudiéramos comer”, recuerda.

Los niños, de ocho y nueve años, dormían en coches abandonados; huían y regresaban, aún con los maltratos de su mamá. Al crecer, ante la falta de dinero robaron una casa. “Yo trabajaba en una panadería y mi hermano me pidió que lo acompañara, llegamos a una casa y él entró, cuando abrió la puerta tenía a todos amagados. No amarró bien a uno de ellos y escapó. Nos detuvieron y estuvimos nueve meses en la correccional”.

Al salir, su hermano comenzó a laborar en una “cuartería” cuidando a trabajadoras sexuales y lo invitó, primero como “mandadero”, luego como vigilante hasta que después se independizaron y siguieron en el negocio por su cuenta.

“La casa de mi mamá era el punto de reunión, mi hermano llevaba a las víctimas, yo las recogía y las trasladaba a la casa de seguridad, luego las poníamos a trabajar”, dice.

La primera víctima de Enrique se hacía llamar Teresa, estaba con otro “padrote”, pero después quiso trabajar bajo sus órdenes porque estaba enamorada. “Yo digo que fue la primera y la única víctima porque no ‘trabajé’ a más chavas. Ella me decía que no le importaba laborar para mí siempre y cuando nos casáramos. Yo le decía que la amaba y que sí íbamos a formar una familia”, narra.

Enrique, su madre, sus dos hermanos y un amigo formaron una red que trataba a jóvenes de entre 17 y 20 años, quienes tenían que prostituirse en La Merced. De cada una obtenían al menos 3 mil pesos al día.

Una cuota de 7 mil pesos diarios para el comandante de la base Candelaria bastaba para estar protegidos de operativos. Teresa era su “trabajadora” y apreciaba que gracias a ella podía tener la vida de lujos que siempre deseó: dos coches, una cuenta bancaria, el plan de comprar una casa, vacaciones y el respeto de la familia de su mujer, quienes pensaban que trabajaba en una fábrica de jabones.

Tres años son los que participó en esta banda. Teresa escapó y a él no le importó porque quería salir de ese mundo. El día que él planeó que sería el último, así fue. Detuvieron a su hermano mayor y a su cómplice, y rescataron a tres víctimas. Capturaron también a Enrique, a su madre y a su hermano menor. A él le dieron 18 años 10 meses 15 días de cárcel.

“Perdí media vida, ellas lo perdieron todo, su dignidad, su juventud, su adolescencia, algunas de ellas hasta su virginidad. No alcanzo a pagar el daño que les causé. Si las tuviera enfrente les pediría perdón de rodillas”, expresó, mientras se asomaban algunas lágrimas.

“En prisión, lo que en algún momento les hice a las víctimas, quitarles el dinero, golpearlas, aislarlas y mantenerlas en cautiverio, lo viví en carne propia”, dice Enrique, quien estuvo 11 años 8 meses en la cárcel, tiempo que le ayudó a reflexionar.

Se convirtió al cristianismo y ahora, en libertad, formó una nueva familia a la que mantiene con un trabajo honrado —se desempeña como chofer— y es activista, comparte su testimonio y sus historias para contribuir a erradicar este delito.