Monopoli, Italia. Despertamos en un país ajeno luego de más de 20 horas de viaje. Es verano y el sol golpea fuerte los antiguos edificios de Monopoli, una ciudad justo en el taco de la bota italiana.

Poco a poco los sonidos del amanecer van quedando atrás y nos adentramos en un camino curveado, adornado por casonas y miles de olivos, viñedos y almendros. Un portón de madera nos da la bienvenida a nuestro destino.

Árboles -ahora con flores- nos conducen hasta la estructura blanca, de dos plantas, con puertas y ventanas en madera. A la izquierda sobresale una pérgola con enredaderas que sirven de cobija a una mesa y una barbacoa en cemento con la leña lista.

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Es la casa de Militza Cordero, una puertorriqueña que salió del barrio Sabana Hoyos, de Arecibo, para hacer una vida junto a un italiano que le robó el corazón con poemas de Pablo Neruda y a quien prometió amar por el resto de sus días.

“Llegué a Italia por amor. Conocí por Internet a quien hoy es mi marido, en los tiempos en que, como quien dice, estaba empezando y las fotos tardaban una eternidad en bajar. Fue a través del email; nos conocimos por amigos.com. Él estudió un semestre en España y estaba buscando personas para practicar el español. Desarrollamos una amistad que se convirtió en algo más, y después de cuatro años decidimos casarnos. Él no podía irse a Puerto Rico a vivir y decidí irme yo”, cuenta Militza sentada en la terraza del patio, donde huele a campo y se pueden apreciar árboles frutales, olivos y almendras.

El italiano lo aprendió viendo televisión, “aunque dicen que es la peor manera de hacerlo”, pero lo logró.

También adoptó un perrito para verse obligada a salir del apartamento que entonces compartía con su esposo y hablar con otras personas en Bari, ciudad donde se instalaron tan pronto se casaron y donde estuvieron por 9 años.

“En esa época aquí no había latinos, no vi puertorriqueños hasta hace unos dos o tres años. Estaba sola con mi marido, sin saber el idioma. Él y su familia hicieron todo lo posible para que yo me sintiera a gusto. De eso no me lamento, pero fue duro. Al principio extrañaba el sonido del coquí, el verde de las montañas. Extrañaba la comida, hasta las cosas más estúpidas uno las extraña. Le decía a mi esposo: ‘vámonos, yo quiero regresar a Puerto Rico’”, recuerda con nostalgia.

Fueron años fuertes, reconoce. “Los más difíciles fueron los primeros cinco. Después fue un periodo de resignación… uno cambia el chip y ve el lado positivo de las cosas”.

Con el pasar del tiempo, fue descubriendo los encantos de la tierra que la alberga. La costa le recuerda a Arecibo y su casa -ahora en la Cozzana, a las afueras de Monopoli- el campo en Sabana Hoyos, donde vivió por tantos años.

Poco a poco lo ajeno se convirtió en propio, pero la sangre boricua está y se hace presente en tradiciones que ha transmitido a su esposo, Alessandro Indelli, y a los hijos de ambos, Gabriele (12) y Marco (9). También en el idioma que, aunque en casa se habla mayormente italiano, siempre aparece alguna palabra en español.

Un coquí en el retrovisor de su carro y una calcomanía de Puerto Rico le acompañan cada día que va desde su casa hasta la escuela de los nenes, a hacer las compras de la semana o a cualquier otra diligencia. De la Isla también tiene la bandera, así como vasos y tacitas para el café.

En la cocina incluye algunas recetas de Puerto Rico, como el arroz con habichuelas, las chuletas a la jardinera -favoritas de Marco- y está en planes de completar un huertito con recaíto y cilantro. También hace tembleque -que enloquece a los italianos- “porque es más fácil conseguir aquí los ingredientes”.

“Lo más que extraño es el mofongo, porque no consigo los plátanos. Lo más cercano fue hace un tiempo que conseguí unos plátanos chiquititos en un mercado, y pude hacerlo”, recuerda la ama de casa de 45 años que a veces se las inventa para darse un gusto criollo, como cuando hace arañitas con papas y las acompaña con mayoketchup.

Pero el desquite viene cada verano cuando, cumpliendo la promesa que Alessandro le hizo a su suegro, don Juan, Militza viaja a Puerto Rico con los chicos.

Además de comer los antojitos que les prepara la abuela Haydée, Gabriele y Marco practican el español con sus primos y abuelos, “y viendo Caso cerrado”, según dice tímidamente Gabriele.

Esta mezcla italo-boricua se respira en los rincones de la casa. Sobre la mesa, donde cada día comen en familia, un dominó y un juego de Borinkopoly lo afirman. Igual en festividades como el Día de Reyes en la que los chicos reciben regalos por partida doble: unos de la bruja buena, Befana -según la tradición italiana- y otros por parte de Melchor, Gaspar y Baltasar -costumbre boricua.

“Es importante conocer el idioma y la cultura del otro, porque si no, no se llega a compenetrarse completamente. No se entiende a la persona que está a tu lado si no se conoce su cultura. A mí me encanta la cultura de Puerto Rico, me ha encantado desde la primera vez que fui y siempre he sentido curiosidad por seguir aprendiendo de ella”, asegura Alessandro, quien trabaja como maestro de educación especial y, por su cuenta, en web marketing.

Pero no importa el tiempo que lleva Militza en Italia, la mancha de plátano aparece, a veces en el hablar con la “r” arrastrá y otras con el “¡ay, bendito!”, que Alessandro también repite, “aunque los italianos no sepan lo que estoy diciendo”.

“Donde quiera que voy digo que soy puertorriqueña... Aquí ya me siento como en mi casa, pero claro, Puerto Rico siempre está en mi corazón y yo no quito nunca el regresar. Algún día me gustaría volver, no sé si para vivir permanentemente, pero sí para pasar una parte del año”, es el deseo de esta Boricua en la Luna, a quien el amor la hizo llegar a Italia, y por él se quedó.

El paraíso

Hace 15 años, cuando Militza Cordero llegó a Bari, poco se conocía de Puerto Rico. “Cuando yo decía que era de Puerto Rico, me decían ‘¡ah, de Ricky Martin’, pero no sabían dónde estaba. Entonces les explicaba que está cerca de Cuba, en el Caribe, y ahí se iban ubicando. Ahora no, ahora Puerto Rico está pega’o”, señala. “Ahora que es más conocido tienen la visión de que la Isla es un paraíso. Es gracioso porque cuando la gente de allá se entera que vivo en Italia me dicen ‘qué sueño es estar allá’, y cuando en Italia saben que soy de Puerto Rico me preguntan: ‘pero, ¿qué haces en Italia si allá es un paraíso? Nadie sabe lo que tiene...”, reflexiona.