Un día como hoy en 1998, miles de personas lloraban casi al unísono.

Hace 10 años, los puertorriqueños experimentaron la furia de la naturaleza de primera mano. Se levantaron sorprendidos al ver árboles arrancados de raíz, edificios sin techo, casas destruidas y carreteras intransitables por inundaciones y deslizamientos.

El 19 de septiembre de ese año, un fenómeno atmosférico llamado Georges amenazaba con pasar por la Isla. La última experiencia parecida que Puerto Rico vivió fue con el huracán Hugo, de categoría dos (vientos de entre 96 y 110 millas por hora), pero éste amenazaba ser peor.

Y lo cumplió.

La fuerza del ciclón categoría tres -con vientos de 115 millas por hora en la Isla- comenzó a sentirse en la noche del 21 de septiembre cuando a las 7:00 de la noche entró por el lado este de la Isla, entre Yabucoa y Humacao, y cruzó hasta el oeste hasta salir a la 1:00 de la madrugada del otro día por el Canal de la Mona.

El informe del Servicio Nacional de Meteorología (SNM) cataloga a Georges en Puerto Rico como “un desastre mayor”. Provocó varias muertes indirectas y los daños estimados fueron de $2 mil millones. El 80 por ciento de la Isla se quedó sin agua por semanas, se perdió el 96 por ciento del servicio eléctrico y el 95 por ciento de las cosechas se afectaron.

Más de 400 refugios albergaron a casi 30 mil personas, ya que alrededor de 29 mil casas fueron destruidas.

Vivo en la memoria

Entre esas personas estuvo Daisy Morell, a quien de sólo mencionarle la palabra “huracán” le dan escalofríos.

La madre de dos hijas lleva 17 años viviendo en Villa Hugo II, en Canóvanas, una de las comunidades más afectadas por el temido fenómeno atmosférico. Sus hijas, de 13 y 17 años, eran pequeñas cuando perdieron su hogar y apenas recuerdan que tuvieron que vivir en el refugio habilitado en la fábrica del barrio San Isidro por aproximadamente un año.

“Mira, se me paran los pelos. Fue una experiencia horrible”, fue lo primero que dijo la mujer de 43 años cuando PRIMERA HORA le preguntó sobre su vivencia con Georges.

Aunque su casa ahora es de cemento, gracias a las ayudas del Municipio y de las agencias, antes la mitad era de madera. Pasó el ciclón en el refugio y cuando regresó, “la casa estaba esbaratá”. La parte de madera “se fue” y el zinc “lo encontramos completito del otro lado de la calle”.

“Yo les tengo fobia, fobia, fobia. Yo no asimilo un huracán”, confesó Morell.

¿Y qué haría si viniese otro huracán?

–Yo me voy porque de verdad te juro que no lo paso aquí. Yo cojo mis dos nenas, los documentos y donde sea, yo me voy porque no me quedo aquí. Y no confío en el cemento, en nada. Es algo insólito, bien fuerte.

En lo alto de la colina en la comunidad creada por los vecinos que invadieron los terrenos de la Autoridad de Tierras tras el paso del huracán Hugo en 1989, Juan Gil relató que su casa de madera fue arrancada “de raíz”.

Aunque ahora tiene su casita de cemento con sus árboles de toronjas, plátanos y chinas, Gil recordó cómo se refugió con su esposa Regina Hernández en casa de un vecino y vieron cómo la casa de madera y zinc fue “arrancada de raíz, con todo, desde los zócalos de bloques y todo”.

“Yo quedé como cuando se muere el mayor de la casa, que queda uno así, triste completamente. Yo quedé como huérfano y lloré. Yo veía por un boquetito y veía todo volando”, manifestó Gil, quien construyó “una casita chiquitita” en la que vivieron hasta construir la actual, dos años después del huracán.

Ahora se siente feliz allí y, si viene otro huracán, “creo que puedo aguantar aquí porque ahora la casa es más fuerte que la otra”.

Aun erige su casa

Al día de hoy, Maribel Medina todavía está levantando su nuevo hogar. Ya la estructura de cemento está en pie y habitable, pero le faltan algunas terminaciones porque los trabajos los ha hecho “poco a poco”.

La agente estaba trabajando mientras pasaba Georges por su casa de madera, literalmente.

Cuando llegó del trabajo, encontró que no tenía casa. Solamente quedaba el piso, “nada más, ni paredes ni techo”.

“Todo se había ido. Lo único que saqué fue mi uniforme, que es lo que me provee sustento. De momento no pude construir porque no tuve ayudas y no quería tener préstamos para no tener una responsabilidad mayor y después no poder cumplir”, expresó la joven.

Medina vivió un tiempo alquilada en lo que levantó el terreno, lo rellenó y “poquito a poquito” fue construyendo la casa, en la que ya vive.

“Aquello fue una experiencia que yo no se la deseo a nadie. Cada vez que viene la temporada de huracanes, yo sufro. Ya no se me va a ir la casa, pero se me puede inundar... Es que fue básicamente volver a empezar. Mucho sacrificio. Uno lo supera, pero al principio fue fuerte. No quisiera que pasara lo mismo ni a mí ni a nadie”, manifestó Medina, quien dijo que le tomó alrededor de un año “superarlo emocionalmente”.

Cuando haya aviso de huracán, “saco mis uniformes, trepo los muebles en bloques de cemento, que los tengo ahí, y trato de evitar que entre tanto el golpe de agua, y dejárselo en las manos de Dios”.

Su madre, Rosa Matos, vive en la misma carretera de tierra, llena de huecos y charcos de agua, aun bajo el candente sol del mediodía. Para entrar a su humilde casita hay que subir una escalera con pedazos de madera desnivelados y está rodeada de charcos, decenas de escombros, sillas, coches, envases y planchas de zinc.

“Si viene un huracán, yo pienso en la vida y lo más importante que uno pueda sacar. Y si me la tumba, que no va a aguantar este ranchito, después que tenga uno la vida, uno resuelve y se cobija porque, ¿qué va hacer uno? Uno tiene que levantarse. Porque el viento, eso nadie lo aguanta. El agua nadie la aguanta”, comentó Matos, de 56 años.