República Dominicana. Hacía un año y 23 días que Aida de los Santos Pineda había dejado la seguridad que le ofrecía su país, y el calorcito de los abrazos de su familia, para enfrentar a las autoridades puertorriqueñas que la acusaban de haber asesinado a su jefa Georgina Ortiz Ortiz.

Pasó horas terribles encerrada en la prisión en lo que se cumplían los plazos del proceso judicial en su contra, en el que finalmente, el 1 de agosto, fue declarada no culpable.

Así, con más vivencias sobre sus hombros de las que jamás imaginó que le tocaría vivir, y ganada la batalla de probar su inocencia, finalmente regresó este fin de semana a su casa con una mezcla de emoción, alegría y triunfo… aunque a la misma vez con un leve sabor agridulce en la sonrisa que se le asomaba muy de vez en cuando. Porque no era el destino que había soñado cuando hace 17 años se tiró en yola en ruta a Puerto Rico, como miles de sus compatriotas, buscando un futuro mejor para su familia.

Esta vez, el viaje de regreso al punto de partida para aplacar las tumultuosas horas de angustia que quiere dejar de una vez por todas, ya era por fin una realidad.

La noche anterior casi no durmió y hasta tuvo pesadillas de que agentes de la Policía volvían a buscarla y a tratar de que no regresara a su casa.

En cambio, tuvo un viaje tranquilo, sin sobresaltos ni retrasos.

Al llegar a Quisqueya, al aeropuerto internacional Las Américas, la trasladaron en una silla de ruedas, lo que agradeció porque su rodilla izquierda estaba completamente hinchada, una secuela nada rara tras el implante que le colocaron hace tres semanas.

Segundos después respondía a una nueva entrevista de personal de la cancillería. Luego tuvo que esperar que se autorizara su entrada sin pasar por los puestos de seguridad, como le toca al resto de los pasajeros, y esperar a que le trajeran sus maletas.

En su travesía por el aeropuerto rodeada por dos de sus abogados, el cónsul dominicano en Puerto Rico, las cámaras de la cancillería y funcionarios, una señora, acompañada de otra, comentó a boca de jarro: “¿Esa es aquella, la que tuvo aquel problema? ¿Sí? ¿Es ella? Ay sí, es ella, pero mírala, qué bien. ¡Holaaaa!”

Otros más discretamente le tomaban fotos y le sonreían.

Cuando las puertas de cristal que dan a la calle se abrieron, entró una oleada de humedad, y la cara de Aida se transformó.

Entonces un grupo, en su mayoría mujeres, llegó corriendo hasta su silla y se abalanzó sobre ella. Los gritos, las lágrimas, los abrazos, los besos no paraban. Aida de los Santos Pineda regresaba así a su tierra natal.

Pero aún le tomó casi una hora de camino en carro llegar a su hogar. Ese viernes el tráfico era denso, las motoras y las guaguas de pasajeros se cruzaban a lo loco por todas las intersecciones.

Cerca de las 5:30 de la tarde llegó a su destino final, se bajó del carro y pudo abrazar a su nieta más pequeña, Alanis, de 7 años, quien la esperaba casi incrédula. Más tarde, Aida confesaba que esa niña de ojos almendrados era el gran motor que impulsaba su lucha y la sostenía en sus horas bajas.

Todo era un gran revuelo en la casa. Allegados, familiares, vecinos revoloteaban y trataban de buscar su huequito en el reducido espacio y escuchar lo que tenía que decir la ex empleada doméstica a dos medios locales que llegaron al lugar.

“Este caso se trató de cuello blanco y yo era una inmigrante ilegal, así que quién mejor que yo para taparlo”, repitió en varias ocasiones a los medios, aunque nunca quiso especificar a quién se refería, o si estaba insinuando que el esposo de la víctima, Carlos Irizarry Yunqué, ex juez del Tribunal Supremo, tenía algo que ver.

Una vez cumplida la formalidad de las entrevistas, comenzó a sonar la música, alegre como la ocasión, y Aida sentada en la marquesina pudo saborear el fricasé de pollo con arroz blanco y guineos hervidos que le preparó su única hija biológica, Francia.

“No he visto a nadie más fuerte que la madre mía... que es mi madre y mi padre. Lo más difícil de este año es saber que estaba sola. No podía ir a verla sabiendo que ella me necesitaba”, narró la hija aguantando las lágrimas y sin dejar de abrazar a Aida.

“Si yo hubiera tenido dinero, si hubiera tenido millones los cambiaba por un momentico como este hoy. Prefiero esto que tener dinero”, afirmó Aida, que de repente al darse cuenta de que le estaba dando un tono muy serio al conversatorio, de inmediato agregó, “yo soy querida por toda mi familia porque soy la única rubia”, y estallaron las risas.

Aida se encargó de ordenarle a todo el mundo, incluyendo sus abogados que viajaron con ella, que comieran y pidió que repartieran también el bizcocho de vainilla con el que la recibieron que tenía una gruesa capa de frosting y la inscripción “te quiero mami”.

Poco a poco fue oscureciendo y la brisa dejó de soplar, como si también quisiera escuchar lo que tenía que contar Aida de su experiencia.

“Los vecinos me decían que estaba cometiendo un error, que no me tenía que ir a Puerto Rico (después que la acusaron de asesinato), que me fuera para Haití”, contó. “Pero ella dijo que no tenía que esconderse porque ella no cometió ese error”, terminó la oración su hija.

¿Que traes en la maleta?

Traje mi ropa, medicamentos y algunas cosas que compré.

¿Me cuentas la diferencia entre este viaje de regreso con el de enero de 2011, cuando las autoridades en Puerto Rico entendían que ya no te necesitaban para la investigación y volviste a tu país?

Esa vez solamente tenía mi cartera y la ropa -era una muda solamente- que me la regalaron en el hospital (donde estuvo recluida unos tres meses por un incidente en el Albergue de Testigos y Víctimas que las autoridades aseguran se trató de un intento de suicidio, mientras que ella alega que fue un intento de asesinato).

“Después de estar 17 años en estado americano luchando, saliendo adelante, llegue aquí con una sola muda de ropa. Es algo que no quiero ni recordar”, agregó.

¿Cómo regresas ahora?

Me siento diferente... en todos los sentidos. Me siento como una persona que se muere y que nací de nuevo. (Hace una pausa y se ríe casi burlándose) ¡Y con dos rodillas biónicas! (en referencia a los implantes que tuvieron que ponerle debido a un avanzado estado de deterioro en los huesos).

Con mucho cuidado Aida se levanta el pantalón y muestra las cicatrices de las operaciones. Parece que tiene dos largos y venenosos ciempiés estampados en cada una. En ese momento Alanis le pregunta muy bajito si le había dolido.

“Sí mami, me dolió mucho, mucho”, le contestó su abuela y una vez más se abrazaron.

Había tanta gente en la pequeña casa ubicada en una calle de piedra -que cada vez que llueve se inunda-, que todos en algún momento entran en la conversación, hasta sin darse cuenta.

“Está hinchada”, le comentan sobre una de las rodillas. Y nuevamente sale a flote el humor de Aida, quien responde: “a todos estos muchachos que están sin oficio los voy a poner a darme terapia y masajes”.

Luego Aida accede a hablar del periodo en que esperaba el proceso judicial.

“Al mes de estar presa, en octubre, yo no quería seguir viviendo. Me hinqué y le dije a Dios: 'dame una señal'... ¿Vale la pena quedarme aquí encerrada? Esa noche me acosté como a las 3:00 de la mañana, orando. Por la mañana me levanté, me estaba lavando las manos y en la mano izquierda, debajo del jabón, tenía una marca blanca, como las que dejan las cicatrices. Y tenía forma de cruz”, recordó mientras mostraba cómo era esa marca en su palma.

“Ahí mismo me regresé a la celda y me puse a orar: ‘Señor, recibí tu mensaje, voy a seguir luchando por mi familia’ y en ese momento yo sentí como una brisa para arriba”.

Las otras reclusas le dieron mucho apoyo y la ayudaban a mantenerse ocupada.

“¿Tú sabes esa foto que se publicó en que yo tengo una bandana amarilla en el pelo?. Eso fue una de las muchachas... ella cogió su camiseta y le recortó una manga.... eso fue lo que usé. Luego se recortó la otra manga de la camiseta y me la dio también”, rememoró.

Estando en prisión, luego de que se le impusiera una fianza de $1.2 millones, le regalaron además un par de espejuelos y aún cuando no quería, sus compañeras la llevaban al área de recreación.

“Dios nunca me dejó sola”, expresó.

Esos son tan solo unos cuantos ejemplos que resumen su respuesta habitual de que no tiene “nada de qué arrepentirse” sobre lo vivido después de aquel 17 de agosto de 2010 cuando asesinaron a Ortiz y –según cuenta– a ella la amenazaron de que se fuera y no dijera nada o la iban a matar también.

“No cambiaría nada de lo que he vivido... porque perdí unas cosas pero gané muchas otras” como nuevas amistades, nuevos nietos como llama a sus abogados Aarón Fernández y Lucille Borges y el apoyo de muchas personas que ni siquiera la conocían.

“Es un cambio para bien. Aprendí mucho”.

¿Qué aprendiste?

Pues que hay que luchar por lo que uno quiere, con la frente en alto y nunca bajar la cabeza. Mi madre siempre me dijo que más vale muerto honrado, que vivo deshonrado. Yo fui a enfrentar lo que fuera, porque si yo me escondo las mujeres que trabajan en casas de familia, todos los inmigrantes iban a tener que ir con la frente así (bajando la cabeza y el pelo cubriéndole el rostro). Yo tenía que sacar la cara por mí y por los míos.

El futuro

Al día siguiente de su llegada Aida se levantó tempranito cuando todavía no había amanecido y se hizo un café como le gusta. Se sentó en la marquesina a pensar. Horas después los familiares seguían llegando a saludarla y el teléfono no paraba de sonar.

Aida no tiene claro qué pasará de ahora en adelante. Con 58 años, ya no es la mujer que puede treparse en una silla a quitar el polvo de todos los recovecos de una casa.

Mientras, la posibilidad de que entable una demanda civil contra las autoridades ante las fallas y el discrimen en su contra que salió a relucir durante su juicio, es algo que no se descarta, pero de lo que no suelta prenda. “Me voy a encargar de ir a la iglesia y dar mi testimonio y lo próximo, poco a poco, recuperarme de mi operación”, dijo.

“No se le puede pedir tanto a la vida y yo creo que ya yo tengo demasiao”, concluyó.