Andrés Jiménez desde su balcón
Aunque reside en Santurce, recarga energías en el monte que lo vio nacer.

Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 14 años.
PUBLICIDAD
Era una tarde de ésas de Navidad. Monte adentro, en la Cordillera Central, la temperatura empezaba a bajar. Soplaba una brisa suave y caía la fina llovizna que la gente de la altura llama “el Norte”. Hacía frío, pero Andrés Jiménez Hernández no lo sentía. Buscaba la calidez de su barrio, El Gato, en Orocovis, al que tanto le ha cantado.
Desde su balcón, rodeado de los Tres Picachos y La Puntita, el “abogado de la música autóctona” conversó largo y tendido con Primera Hora. Relajado en un sillón, el prolífico cantautor nos habló de su precaria niñez, su pasión por los gallos, de cómo nació “el Jíbaro” en la Iupi de los 70 y de sus 40 años en defensa de la cultura puertorriqueña.
“Yo nací en la falda de aquel cerro, el cerro Malo. Había una sola casa, que era la nuestra, y un poco más abajo, las de mis tíos. Nací en un bohío de yaguas y de paja, con techo de cartón y el piso en la tierra. Éramos bien pobres”, rememora el Jíbaro.
¿Naciste por comadrona?
Por supuesto. En casa todo el mundo nació con la tía Alfonsa, que era la comadrona del barrio.
Andrés nació y se crió en el seno de una familia patriarcal de 15 hermanos. “Todos estamos vivos”, dice. “Yo nací en el campo cuando no había agua, cuando no había electricidad. Para esa época, en el año de 1947, no había ni carreteras que juntaran a Morovis con Orocovis”, cuenta.
Su papá, Juan Jiménez, era un hombre de la tierra. “Era de esos agricultores que se levantan antes de que salga el sol y solía regresar en la tarde, ya oscuro. Era muy exigente y tierno a la vez. Era muy inteligente a pesar de que no fue a la escuela”, dice.
Su madre, Felícita, “doña Fela”, quien ahora tiene 90 años, hacía pasteles y donas para ayudar al sustento de la prole.
“No teníamos zapatos, teníamos que trabajar duro en la finca para cosechar lo que nos comíamos y para poder vender tabaco y frutos menores que se cultivaban en esa época en mi casa. Había que cargar agua de la quebrada, cultivar la tierra, ordeñar la vaca, ir a la escuela. Los sueños estaban a una distancia bien grande. Quizás los padres nos miraban a nosotros crecer y pensaban que íbamos a ser grandes agricultores, pero yo tenía mis aspiraciones. Solía leer todo lo que me caía en las manos y tenía ese sueño de un día salir de este lugar a hacer algo diferente”, cuenta.
Su padre, que murió en 1997, era nacionalista. Después se hizo muñocista. “Discutíamos por mis ideales independentistas. Yo siempre fui un muchacho bien despierto y siempre cuestionaba todo”, sostiene.
Caminaba dos millas para ir a la escuela. “A veces nos daban pon en una carreta de bueyes. No había automóviles, sólo caballos y mulas que cargaban las cosas”, recuerda.
Su casa era pequeñita; prácticamente, no se podía estar arriba. “Tenía sala y un cuarto. Cada que vez que nacía un muchacho, había que ir acomodando un catrecito. La mayoría dormíamos en el piso... Fueron quince partos corridos. Nueve varones y seis hembras”, dice.
¿Cómo sobrevivían?
Mi mamá siempre se estaba buscando el centavo. En la tarde preparaba 100 donas y las vendíamos a centavo en la escuela. Con ese peso, mi mamá hacía maravillas. Teníamos dos mudas de ropa, una para ir a la escuela y una para estar en la casa”, narra el Jíbaro. “Los domingos mi mamá me mandaba a la gallera a vender pasteles en una lata de galletas. Me colaba y el dueño me sacaba. Yo era adolescente”, narra.
Sin recursos, pero empeñado en hacer una carrera universitaria, solicitó el College Board, pero el día antes se fracturó un brazo. Volvió a intentarlo y el sarampión se lo impidió. A los 18 años, emigró a Nueva York. Allá sufrió la diáspora.
Trabajó como lavaplatos y, luego, como mensajero, hasta que el Ejército de Estados Unidos lo llamó para servir en la guerra de Vietnam. “Solicité entrar a la UPR y llegué a la Universidad”, cuenta.
En Río Piedras se encontró con las cruentas protestas contra el servicio militar obligatorio y la guerra de Vietnam. “Todo ese trauma existencial que yo había pasado de salir del monte para llegar a la ciudad, para ir a Nueva York, al Ejército, y enfrentarme a toda esa realidad de lo que es el Servicio Militar, se me vino a definir a mí en la Universidad cuando empecé a compartir y a leer a los ideólogos de la independencia de Puerto Rico”, dice.
¿Cómo nació El Jíbaro?
Yo cantaba cuando era muchacho con mi mamá en los rosarios y cantaba en las parrandas, pero por mi mente nunca había pasado eso de que yo era un cantante.
Cuenta que en la cafetería La Torre, en Río Piedras, donde se reunían los cantantes de protesta y del movimiento de la nueva canción, coincide con Pepe y Flora, El Topo y Roy Brown.
“Ésa fue una generación importante, con muchos sueños, romántica, pero con muchos deseos de hacer cambios fundamentales en la sociedad”, afirma.
Cuenta que Pepe y Flora, que habían llegado de Nueva York, lo acompañaban. “Yo cantaba décimas, El Valle de Collores y cosas que me había aprendido en la escuela. Ahí fue donde me picó un poco la cosa de que me gustaba cantar, y como lo que yo cantaba le gustaba a la gente, ahí empezó todo. Luego, en el proceso, empezaron a caer en mis manos letras, poemas que hablaban sobre esa realidad puertorriqueña, y empecé a cantarlas”, recuerda.
En 1970, cuando se da el fenómeno de la música de protesta, “alguien que me había escuchado cantando en La Torre me invita a un concierto que iba a hacer en el antiguo teatro Coparte”, cuenta.
Luego, formó parte del grupo Tahoné y en un viaje a Nueva York, grabó su primer disco: Con el filo del machete. “El disco se hizo en una noche. Nos montaron un conjunto, por la tarde ensayamos y por la noche grabamos. El disco me impulsó dentro de la cosa patriótica. Dondequiera que había una huelga, una manifestación, me llamaban”, relata Andrés Jiménez.
Andrés estudio sociología en la UPR, pero no obtuvo diploma. “Lo de ser músico, cantante y escribir me acaparó, me cambió la vida”, dice para agregar que entró a la Universidad con intención de ser abogado. “Creo que a través de la música yo resuelvo más conflictos que si fuera abogado, y creo que lo hago con un vínculo más espiritual, más emocional con la gente”, expresa.
La madera de cantor le viene a Andrés Jiménez de su madre, Felícita, con quien cantaba rosarios. Sus primeros maestros fueron Ramito, Moralito, Juaniquillo y Chuito el de Bayamón, a quienes escuchaba de niño cuando su papá llevó el primer radio a la casa.
“Rafaelito Rodríguez, José Miguel Class se reunían en la gallera del barrio. Ahí fue que vinieron mis primeros deseos de cantar y de imitarlos. Esta música que canto yo la absorví a través de la piel, de escucharla a través de las parrandas, en los velorios, en los rosarios cantados. Ya yo tenía una formación de oído de estos trovadores de la generación de oro de la música típica”, dice.
En la UPR empezó a escuchar trovadores internacionales como Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Horacio Guaraní, Daniel Viglietti, y luego, a la trova cubana: Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y el Grupo Experimental Sonora del ICAIC.
“Mis primeros maestros son los jíbaros de esta tierra y luego todas estas personas que vienen a darme más una influencia lírica, de contenido”, explica.
“Esa música que canto yo la absorbí a través de la piel, de escucharla a través de las parrandas, en los velorios, en los rosarios cantados”, dice.
Tienes seguidores de todas las ideologías. ¿Cómo lo has logrado?
“Nuestra música típica, el cuatro y el güiro, la compartimos penepés, populares, independentistas y socialistas. Yo creo que la gente entiende que yo puedo cantar lo que yo pienso, que tengo todo el derecho a cantarle a la patria, a la justicia social como tema fundamental de mi trabajo”.
¡Coño! ¡Despierta, boricua! es la canción que más le solicitan. “No la escribí yo, sino Miguel Hidalgo, un poeta de Caguas. Yo la musicalicé y Juan de Mata le puso el 'coño' en una bebelata. Es la canción que más me identifica en Puerto Rico. No puedo salir de una plaza sin cantarla y, cuando no la canto, la gente se molesta”, afirma.
¿Cómo has mantenido tu voz intacta?
“Uno tiene que dejar de parrandear mucho. En la época en que solía irme mucho con mis amigos me afectaba mi garganta. Hoy, tengo un sistema más organizado, y la compañera mía siempre está pendiente de que no me exceda en las cosas mundanas que me gustan. Hay un proceso de entendimiento. La voz es un instrumento. Tienes que protegerlo, no puedes tomar cerveza, nada frío. No puedes comer nada que te afecte el estómago porque las cuerdas vocales pueden ser maltratadas por el reflujo. Hay que comer adecuadamente”.
¿Ha evolucionado el Jíbaro?
“ Por supuesto, pero estoy convencido de que las cosas que yo soñaba algún día van a ser realidad”.
El sombrero panamá blanco y los gallos siempre acompañan a Andrés Jiménez. “Para mí, el gallo de pelea es un animal muy especial. Es prehistórico, tiene escamas. En algún momento fue pez. Es precioso, altivo, bravo, pelea por lo suyo, defiende su territorio, es un animal espectacular. A mí me gustaría que hubiera un gallo en el escudo de mi bandera porque representa, para mí, el valor, la capacidad de reponerse a las caídas”, afirma.
“Sé que a muchas personas no les gustan las peleas de gallos porque piensan que es maltrato, pero nosotros los preparamos para que se realicen en su esencia animal, que es la pelea, pero en igualdad de condiciones”.
Sus cuarenta años en la música típica han estado llenos de emotividad. “Cada experiencia, para mí, ha sido emocionante. Cuando nacieron mis hijos... son muchas emociones. Lo más grande que me ha pasado a mí es que, cuando yo era muchachito, pensaba que más allá de esas lomas había un mundo diferente, que era mejor que el mundo que yo había vivido. Sin embargo, fui a ese mundo, viví en él por mucho tiempo... y tuve que regresar al mío porque era mejor”, afirma el Jíbaro.