Con un alfiler y tinta de bolígrafo. Ese fue mi primer intento de tatuaje.

Lo vi de camino en el autobús escolar. Un niño se marcaba el muslo con el alfiler, raspando, raspando, con cara de dolor. Cuando logró hacerse el arañazo, tomó el tubo del bolígrafo, lo chupó por una esquina para sacarle tinta -azul, por cierto- y cuando salió la gota, que le manchó los dientes, se embarró la herida. Yo veía fascinada.

Esa misma noche lo intenté, en el silencio y oscuridad de mi cuarto. Al tercer raspón me rajé porque me dolió mucho. Tenía como ocho años.

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Adelantemos a 20 años después. Salí de una clase de pintura para principiantes e, inspirada por la rueda de colores y la promesa de ser una Rembrandt reencarnada, pasé frente a un tattoo shop de dudosa reputación y se encendió la chispa. Viré en U, entré y le espeté al artista: "Quiero hacerme el símbolo de Leo en la espalda".

Ni lo pensé. Leí las reglas, firmé el relevo, me quité la camisa, me afeitaron la parte baja del hombro izquierdo y, en medio de zumbidos y un dolor que fue mucho menor de lo que mi mente nerviosa imaginaba, en menos de 15 minutos tenía mi tatuaje. Mi marca. Mi signo.

Mi metida de pata. Esa noche lloré al verme en el espejo. "Mi papá me va a matar", fue lo primero que pensé. No pude dormir... había dejado de ser "virgen".

Cuando se lo conté a mi padre, como tres días después, se lo tomó con una calma sorprendente y respiré, por primera vez, con tranquilidad. Así, me uní a las filas de los "diferentes", de los “rebeldes” que se la jugaron por impulso. Y no hay vuelta atrás, porque no hay jabón ni crema ni nada –excepto cirugía- que borre un tatuaje… y en el caso de la última, siempre queda la marca.

Han pasado siete años y ahora ese signo de Leo no existe, ya que fue reemplazado por un hermoso crisantemo hace unos meses. Tengo, además, otros siete tatuajes. Cada uno tiene un significado, y todos ellos han sido pensados, calculados, estudiados. Todos representan algo: mi amor por la escritura, mi amor por el amor, recordatorios de tiempos malos, mensajes para que no se me olvide ser mejor que ayer, flores y signos místicos que me recuerdan que conserve el equilibrio y la tranquilidad. Todos son míos, personales, íntimos, una celebración de mi ser, con todo y defectos. Todos cuentan algo de mi historia.

Mis amigos y colegas me preguntan si voy a hacerme más. Siempre contesto "No… sé". Y es que no sé. Dicen que hacerse un tatuaje es el inicio de una relación eterna con el dolor y el color, y definitivamente así ha sido para mí. A algunos les gustan, a otros no y me lo hacen saber, como si estuviera “manchada”, “dañada” por haber cometido el descaro de adornar mi piel y debería avergonzarme.

A estos les digo: pierden el tiempo. Estos tatuajes son míos, son parte de mi vida y aquí estarán para acompañarme más allá de los achaques, la edad, las tristezas y alegrías. Son mi testamento en vida… son mi yo.