Rolo en mano, el joven de 25 años tiñe la pared como si tuviera ante sí un gran lienzo. Mueve su rolo una y otra vez, hacia arriba y hacia abajo, imprimiéndole el verdor de El Cerro.

Juan Hernández mueve sus brazos con precisión, determinado a aportar a su comunidad –ganando un dinerito, de paso–, matando el tiempo y combatiendo el ocio que lo empuja inexorablemente “al bajo mundo”.

No tiene empleo. No tiene proyectos. No tiene ilusiones. No tiene oportunidades que lo saquen del marasmo en que vive.

“¡Seguro que me gusta lo que estoy haciendo, estoy por ahí sin hacer na’! Me entretengo ayudando. No tengo empleo. Esto es lo que hago hasta que aparezca algo mejor. Así me alejo del bajo mundo”, dijo.

Juan participa del proyecto que desarrolla el artista plástico Chemi Rosado Seijo, en la comunidad El Cerro de Naranjito, quien hace 11 años inició su obra de arte social en esta vecindad, convirtiéndola en una pieza mural viviente a la que los vecinos se han integrado.

El proyecto ha evolucionado. Cada vez son más los residentes que piden que se pinten sus casitas de verde, lo que es factible gracias a la colaboración de la compañía Glidden. Esta vez, los pintores participantes reciben un pago gracias a una propuesta que hizo el joven maestro a la Oficina de Desarrollo y Autogestión, que le dio $20,000 para el proyecto.

La imagen viva de la comunidad El Cerro, enclavada en la falda de una montaña, a la vera del casco urbano de Naranjito, con sus casitas resplandecientes (unas 60) que dibujan un paisaje único en tonalidades de verde, se abre al mundo como muestra de arte conceptual. Pero estas estructuras cobran vida porque adentro, en sus casitas, palpita el corazón de una comunidad que expresa el orgullo de vivir en el primer asentamiento de obreros de la industria del café que se estableció, inclusive, antes de la fundación del pueblo de Naranjito, en 1810.

Sus callejones enmarañados y relucientes, de empinadas escaleras que comunican con otros laberintos y otras viviendas, hablan de historia.

“Antes, ni la comunidad ni sus calles tenían nombre. Lo llamábamos por El Cerro 1 o El Cerro 2 y 3. El Municipio lo cambió a barriada. (Luego) vino el cardenal Luis Aponte Martínez y le pusieron nombres de santos”, relató Rafael Figueroa Serrano.

“Eran fincas destinadas para agricultura. Me cuenta mi abuelito que, para tiempo de tormentas, las casas eran de paja”, agregó.

Ángel Rivera, de 58 años, lleva 50 años en El Cerro.

“Lo que recuerdo es que en 1967 vino el cardenal Aponte Martínez y le pusieron barriada San Antonio, San Cristóbal, San Miguel y Monte Verde. También hicieron el caserío para reubicar gente allá”.

Doris Serrano, de 54 años, nació y se crió en El Cerro.

“Había muchas casitas. Jugábamos debajo de una casita, en la tierra, con canicas, gallito, todo eso”, rememoró.

Fue su hermana Ivette, quien falleció hace dos años, la líder comunitaria que inició el proyecto con Chemi y el cual ella decidió continuar.

“Aquí vienen los estudiantes del Colegio de Mayagüez y le dan talleres a los nenes. Todo el mundo está bien integrado a este proyecto”, afirmó.

Arte en acción

Fue El Cerro lo que despertó en Chemi la llama del trabajo comunitario.

“Antes de El Cerro, estaba haciendo trabajos críticos pero en mi comunidad”, dijo el artista graduado de la Escuela de Artes Plásticas de Puerto Rico.

“Yo vine con una amiga, Maya, y subimos, y les planteamos la posibilidad de pintar casas verdes, gratis. Una vez se comenzó el proyecto, Ivette Serrano (la líder comunitaria), pintó su casa. Comenzó a regarse qué casa iba a ser la próxima. Ella murió, y ahora (la coordinadora) es Doris Serrano”, relató.

¿Por qué verde?

Verde por el nombre, por la identidad, porque es el cerro, porque se pinta de cerro, por homenajear ese modo topográfico que permite que la montaña siga siendo montaña. No hay ningún lugar en el mundo pintado de verde.

¿Por qué te enamoraste de El Cerro?

Por la estética. Cómo se ve. La razón es que me encanta cómo se ve de afuera y me encantaría que el mundo lo vea tan lindo como yo lo veo.

El mundo ha visto El Cerro.

Sí (se ríe).

Gracias a ti.

Pues sí (se ríe). Hay que admitirlo que así es. Así como el mundo ha visto El Cerro, yo he visto el mundo gracias a El Cerro. Estuve en Israel, un lugar que jamás me imaginé que iba a estar, en una conferencia. He estado en Nueva York hablando de El Cerro, en Lituania... Se mostró en la Bienal de Whitney, en Filadelfia, Chicago, Costa Rica y esa exhibición está viajando.

Juan dijo que esto lo aleja del bajo mundo. ¿Cómo lo explicas?

Bien sencillamente, esto es una utopía lograda. Me emociona. Lo que pretendo es que el proyecto se quede y poder rescatar a aquellos que se quieren salir del bajo mundo; que sea una alternativa de los dos o tres o cuatro que quieran salirse del bajo mundo. Dentro de la marginación, desarrollar estima y no continuar el patrón, pues no tienes cuarto año, no puedes ir a la universidad. Hay la posibilidad de tener un trabajo que no sea en el punto. Tener un trabajo y no un chivito.

En tanto, Omaira Serrano y Auri Figueroa, rolo en mano, teñían de verde la casita de otro residente.

“Nunca había pintado. Aprendí. Me gustó y me integré al grupo. Aprendí muchas cosas con Chemi. Aprendí a pintar. No es una ciencia, pero hay que saber hacerlo. Raspar, pintar, mezclar los colores”.

“Es bueno porque hay muchas casas que las tienen abandonadas y nosotros las ponemos bonitas y aparecen en los libros. Nos da orgullo”, dijo la joven madre de tres hijos.