Entre mitos y realidades

Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 18 años.
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Sevastopol, Ucrania- La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), esa desaparecida masa gigantesca delimitada en rojo en los mapas del mundo hasta principios de la década de los noventa, siempre me fascinó: era o un enemigo inminente y letal o la fuente de la generosidad hacia los trabajadores, donde la gente verdaderamente mandaba.
Las versiones más caricaturizadas -las más dementes- hablaban de que los soviéticos se comían a los niños o, por el contrario, de que todos cantaban y bailaban felizmente al ritmo de la dictadura del proletariado.
La perspectiva -casi siempre absolutista- dependía del adoctrinador de turno.
Yo sólo estaba seguro de una cosa: la URSS era un misterio total. Por eso cuando mi jefa me informó que me tocaba viajar por labores periodísticas a Ucrania, una de las ex repúblicas soviéticas, me entusiasmó la posibilidad de ver el cambio de ese país de lo que yo imaginaba que había sido bajo la URSS a lo que yo imaginaba que era ahora.
En el camino, sin embargo, la experiencia fue mucho más mundana y, aunque logré unas aproximaciones a lo que me había propuesto, me vi forzado a aprender -bastante rápido- cuestiones más prácticas y fundamentales: cómo reclamar en ruso por una maleta perdida (todavía no me ha llegado), cómo pedir pollo (me conformaba con un facsímil razonable), y cómo comprar ropa en un bazar en un pueblo ucraniano (el resultado de esa última faena sólo lo podrían demostrar fotografías que, a mi juicio, son impublicables).
Sucede que, tras 32 horas de vuelo y sus respectivas paradas, en cuatro aviones muy distintos, llegué a Sevastopol, en el sur de Ucrania. Mi maleta, sin embargo, no me acompañó el trayecto entero.
Una vez en Sevastopol, con un cambio de moneda en el que cinco grivnas eran un dólar, me vi en la necesidad de comprar ropa urgentemente. Como soy reticente a ir de compras, mucho más en un lugar que apenas conozco, opté por un bazar y no el centro comercial que quedaba un poco más lejos. Pero con la ropa que adquirí, resignado, acabé vestido con el atuendo típico de un cincuentón ucraniano en pleno verano: camisa sin mangas, pantalones cortos por encima del muslo, y sandalias utilizadas simultáneamente con medias.
Ubicado al sur de Ucrania y en la costa del mar Negro, Sevastopol es un pueblo con un clima cálido durante el verano, parecido al de Puerto Rico. La gente de Sevastopol, aunque técnicamente de nacionalidad ucraniana, se sienten rusos sobre todo lo demás. De hecho, Sevastopol fue transferido de Rusia a Ucrania en 1954 por Nikita Kruschev. Se habla ruso, no ucraniano, y se celebran las festividades rusas.
Los nativos de Sevastopol (población de 400,000 habitantes) son, por lo general, muy orgullosos de su pasado, a pesar de que ha estado minado de guerras y destrucción. Sevastopol estuvo, literalmente, en el centro de la Guerra de Crimea y, más recientemente, fue una de las ciudades más bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Alemania se dirigía a Rusia y cruzó Ucrania.
En las conversaciones políticas, el nombre de Lenin (para hablar bien o mal de él) surge con la misma naturalidad y frecuencia que en nuestras discusiones surge el nombre de Muñoz Marín (para hablar bien o mal de él). Aunque a muchos en Occidente les moleste o no lo comprendan, existe aún un fuerte apego a la época soviética que les dio un sentido de pertenencia, seguridad y poder a varias generaciones. En las personas mayores de cierta edad, las costumbres de esa época -como la puntualidad y el escepticismo u hostilidad hacia lo occidental- todavía están presentes, del mismo modo que permanecerían vestigios del Estado Libre Asociado en las mentes de muchos aun si el status político de la Isla cambiara hoy.
Nuestro antiguo némesis político durante la mayor parte del pasado siglo está compuesto por personas que, como nosotros en Puerto Rico, critican y elogian a su país, ríen y lloran, planifican su futuro dentro de sus medios y, sobre cualquier otra cosa, valoran a la familia, mostrando fotos en cada oportunidad y hablando de cada miembro con orgullo.
Otros datos importantes de Sevastopol, en síntesis, son: la ciudad es el lugar que más cerveza produce en Ucrania; cuenta con mujeres increíblemente hermosas, pero muy similares entre sí; el clima casi siempre es cálido; depende económicamente de la pesca y de la industria marítima en general; fue reconstruida en su totalidad luego del intenso bombardeo del cual fue objeto en la Segunda Guerra Mundial; la flota militar de Ucrania tiene un extraño acuerdo con Rusia en el que ambas milicias comparten la península de Crimea hasta el 2017 y varias instalaciones; y el nombre de la ciudad tiene etimología griega que significa venerable.
Más allá de los problemas técnicos que enfrenté con la falta de ropa y la incomprensión del idioma, me topé con un dilema un tanto más complicado. Por consideraciones éticas y prácticas, los periodistas intentamos abstraernos emocionalmente de las historias que cubrimos. Uno desarrolla una coraza para tratar de protegerse de la intensidad que conlleva ver familias desamparadas tras tormentas, la pobreza abyecta, asesinatos, inmigrantes que lo dejan todo en busca de mejor vida o jóvenes viudas que pierden sus esposos en combate.
Pero con esta historia, en un momento, me vi en la posición de que realmente quería que las delfinoterapias le funcionaran en alguna medida a Aviel, un niño espectacular con quien hice amistad. Mantuve intacto el escepticismo sobre el poco documentado tratamiento, y procuré recordar en cada escrito que las familias con niños autistas no deben entusiasmarse demasiado ni apostar únicamente a estas costosas terapias. Pero albergaba la esperanza de que los delfines, que pertenecieron a las fuerzas militares soviéticas y estaban entrenados para matar en la Guerra Fría, ahora sirvieran en la vida de Aviel en su batalla contra el autismo.