Tras paredes de concreto reforzado, las vidas de las monjas carmelitas transcurren en completo anonimato. Rezan más de siete horas diarias. Su entrega al Señor es incondicional. Oran una y otra vez pidiendo por el bienestar de la humanidad, de los puertorriqueños y de su Iglesia.

Sus salidas fuera del convento se circunscriben a citas médicas, la renovación de algún documento oficial, como lo podría ser una licencia de conducir o alguna emergencia.

Las religiosas, por su condición de clausura, reciben a los invitados tras las rendijas de una verja de metal de una antesala, y obtienen sus medicamentos, alimentos y otros artículos de primera necesidad a través de un torno de madera.

Ante las visitas, la primera manifestación de las religiosas constituye una afirmación inequívoca sobre la castidad de la madre de Jesús entre una pared que divide sus aposentos de la vida en el exterior.

“Ave María purísima”, suelen decir las monjas a los visitantes que se acercan a la máquina cilíndrica que gira alrededor de su eje mediante un sistema de palancas. “Sin pecado concebida”, responden los visitantes católicos, conocedores de la liturgia de la Iglesia Católica Apostólica Romana.

A pesar de las numerosas controversias que arrojan una sombra sobre las doctrinas de la Iglesia en cuanto al uso de anticonceptivos, el papel de la mujer dentro de la estructura eclesiástica, entre otros temas que mantienen ampliando la brecha entre el dogma católico y la cultura popular, las religiosas se adhieren a una vida espartana, sin lujos ni comodidades, en lo que constituye una “inmolación” o un continuo ofrecimiento a Jesucristo a través de la oración.

Aun con los obstáculos que enfrenta la Iglesia en Puerto Rico para atraer a nuevos feligreses, las monjas mantienen viva una tradición medieval en que la vida monástica sirve como un santuario para el estudio y el conocimiento.

Dejaron sus pertenencias para formalizar su vida religiosa carmelita, pero aun así aseguran que esto no ha conllevado sacrificios, como algunos podrían pensar. Reconocen, sin embargo, que la soledad y la contemplación rigen su existencia.

“Todo tipo de vida religiosa surge de un llamado del Señor y la oración es uno de los propósitos fundamentales de nuestra vida. Pasamos el mayor tiempo del día orando” , reconoció la madre superiora, Lutgarda Reyes, que en el 2008 cumplió su vigésimo quinto aniversario como monja.

La vida de claustro

Actualmente hay 20 monjas carmelitas y la cantidad se ha mantenido inalterada por generaciones. Algunas duermen sin colchones y otras se autoflagelan, tal y como hacían sus predecesoras ancestrales.

Su hábito las cubre de pies a cabeza y suelen descansar sus manos entre los pliegues marrones de su vestimenta. Junto con otras monjas en la Isla, las carmelitas hacen el pan de ángel que al consagrarse se convierte en las hostias que se sirven en las misas. La mayoría de ellas llevan más de 10 años como monjas, pero el monasterio alberga novicias, como Yadira Cuevas, de 28 años.

“Cuando el Señor te llama uno lo deja todo, la familia, el trabajo y la casa. Cuando Él te llama es siempre para algo que será superior”, indicó Cuevas, quien trabajó como maestra en la escuela San Agustín, en el sector de Lomas Verdes en Bayamón, antes de ingresar al monasterio hace cinco meses.

Las monjas también son fieles defensoras de la Iglesia.

Cuando se les preguntó sobre la estela de controversias que persigue al papa Benedicto XVI, algunas de las religiosas consideraron que hay medios de comunicación que tienden a malinterpretar sus declaraciones.

Opinaron, por ejemplo, que el Papa ha demostrado su entendimiento humanístico al defender la inculturación de la eucaristía, es decir, la adopción de elementos culturales al suministrarse el sacramento en que se recibe a Jesucristo a través de un proceso conocido como transubstanciación.

En cuanto a la abstinencia sexual que promulga la Iglesia, incluso en África donde la incidencia de contagio de VIH es alarmante, las monjas piden por la reflexión de las doctrinas que promueven la castidad.

“Nosotras no estamos encarceladas. Somos totalmente libres. Venimos porque el Señor nos llamó”, indicó Sor María Rosario, de 73 años de edad.