Aunque tener vista al mar exige una hipoteca que poca gente podría pagar, los residentes de La Perla saben que vivir arrullados por el océano no tiene precio.

Por eso, la mayoría de los que viven en esta barriada histórica no se van de ahí. No se fueron los que recibieron títulos de propiedad en los 80 y no se irán, aseguran, los que lo recibirán por virtud de una resolución conjunta que firmó ayer el gobernador Luis Fortuño.

Sonia Viruet, por ejemplo, nació y ha vivido en La Perla toda su vida. Está, según dice, “felizmente contenta”.

En La Perla se casó. En La Perla ha criado a sus hijos, y en La Perla se despierta con la privilegiada vista del bravío océano Atlántico.

De su barrio, lo único que le molesta es el mal concepto que tiene la gente que no lo conoce, que no lo vive.

“Aquí yo dejo las puertas abiertas y nadie se mete en mi casa. Nos duele que no se diga la parte buena”, expresó la mujer desde el balcón donde se contemplan el mar, El Morro y la muralla del San Cristóbal.

En La Perla, ella vive sin temor. Nunca le ha pasado nada malo. “Eso de que si tú bajas no sales, eso es mentira”, aseguró sobre los cuentos que se hacen del vecindario donde nació con comadrona.

Retirada ya del Hospital Municipal de San Juan, Viruet pasa sus días en el balcón del frente, donde conversa con otros vecinos, o en el balcón posterior, donde el bravo oleaje no la intimida.

“Yo me gozo la marejada. Hay que estar acostumbrado a esto pa’ no tener miedo”, expresó, mientras Brownie, su perro, se revolcaba en la sala.

En La Perla pasó el huracán Hugo y el mar no llegó a las casas, amontonadas en escalones. “La única vez fue en el 67”, rememoró.

Como ella, Irma Narváez tampoco quiere abandonar La Perla, donde ha vivido los 47 años que tiene. “De aquí nadie me saca”, aseguró la esposa del líder comunitario Jorge Gómez.

Según Narváez, en La Perla abunda lo que escasea en otros lugares, un sentido de comunidad que mitiga la soledad. “Aquí, si necesitas algo, ahí está el vecino”, aseguró.

La enfermera Teresa González también lo cree.

Con 55 años en La Perla, ella ha atendido a cuanto niño y niña se ha pelado las rodillas.

“Me he ido, pero he vuelto. Toda mi familia está aquí. Cada vez que pasa algo, los vecinos corren”, afirmó.

La mala fama del barrio le parece terriblemente injusta. Como ella, son muchos los profesionales decentes que no tienen ningún vínculo con actividades delictivas.

“Pagan justos por pecadores”, lamentó.

Adilia Jiménez también ha hecho su vida en el barrio sanjuanero. Sus 49 años los ha vivido en La Perla, donde ha criado a sus cuatro hijos.

“Me gusta el vecindario. Aquí somos humanitarios. Nos ayudamos en todo”, expresó sobre las razones por las que no vendería la casa cuyo título de propiedad espera recibir próximamente.

Otro que no se iría y que duerme con las puertas abiertas es Daniel Colón, un hombre de 60 años que cría animales. Como si fuera el campo, el hombre tiene un corral con gallinas, gansos, patos, cabros y hasta dos cerditos.

“Esto no tiene precio”, reiteró cuando se le preguntó si había una cifra por la que estaría dispuesto a vender su casa.

Marcela Lozada, una secretaria desempleada, está feliz de vivir en La Perla, aunque sea alquilada. Hace siete años dejó una montaña de Yabucoa para irse al barrio donde su esposo tiene familia.

Sus niñas también están felices. “Me gusta más acá, los vecinos, el ambiente. Tengo todo céntrico”, observó.

Aunque su familia dudó de la seguridad, ya perdieron el “miedo” y la visitan en el lugar donde escogió vivir.

La Perla, temida y preciada, sin duda tiene quien le guarde lealtad.