Lares. El huracán María no se ha ido de los barrios Pezuela, Río Prieto, Bartolo y Mirasol de esta población. 

Se siente aquí, todavía, todos los días, a dos semanas de la fecha que se recordará como “la del huracán”, en la forma de aguaceros imprevistos y violentos que vuelven locos a los ríos y causan derrumbes que vuelven a bloquear las calles que con mucho esfuerzo el municipio y los vecinos limpian. Se siente en la manera en que intensificó el aislamiento y el abandono en el que siempre se ha vivido en estos lugares. Y se siente también en algo más humano y más siniestro: el acecho del hambre. 

Acá arriba no ha llegado ninguna ayuda. No ha venido nadie a preguntar cómo les fue. No hay colmados, ni gasolineras cercanas. Mientras buena parte del país sufre porque no hay luz, agua, teléfono, internet o gasolina, acá la preocupación es más primitiva: comida. 

Nada más hay que preguntarle a Ruth Ríos, quien vive en Río Prieto, que queda a más o menos una hora en tiempos buenos del casco urbano de Lares, donde más cerca hay colmados, farmacias, hospitales, gasolineras, todo lo que se necesita para vivir. A Ruth le quedan en la alacena dos paquetes de arroz que le regaló su mamá, un pote de habichuelas, “dos o tres latas de salchichas” y dos botellas de agua destilada, que es la única que puede tomar su hijo Jasdiel, de cinco años, quien tiene padecimientos del estómago, entre muchos otros. 

Su esposo, obrero de la agricultura, se quedó sin trabajo porque María destruyó la finca en la que labora. Ruth era operaria en una fábrica, pero dejó de trabajar para poder cuidar a Jasdiel, que también padece de displacia de la cadera, una condición que le ha impedido aprender a caminar. 

Ruth, de 46 años, pudo ir una vez al casco urbano de Lares, al supermercado. Pero se encontró con la desagradable sorpresa con la que se encuentran las 655,000 familias que dependen de la Tarjeta de la Familia: el colapso de las comunicaciones ha impedido que se pueda usar la tarjeta, que es donde único tiene dinero. Ruth quiso volver a su casa. Pero había llovido, volvió a haber derrumbes y luego de tres horas intentando diferentes atrechos, tuvo que irse a pernoctar a la casa de su mamá. 

Hoy, cada día con su aguacero y su derrumbe le acerca más y más al día en que ya no habrá nada para darle a Jasdiel y a su otra hija de seis años, Génesis. Ruth calcula que le queda comida “como para dos días”. Responde en voz casi inaudible a la pregunta de qué hará ese día, si llega: “no sé… a la verdad que no sé”. De inmediato, se refugia en la esperanza de los que no tienen más esperanza. “Siempre Dios provee”, dice.

Hasta ayer, ninguna agencia municipal, estatal, ni celestial, había venido por aquí. No ha habido militar, ni artista, ni político que haya pasado por estos lugares metidos en lo más profundo de la ruralía boricua. 

“Por aquí no se ven ni los helicópteros volando”, dijo Francisco Martí, quien vive con su madre y su abuelo en Pezuela. Más de uno dijo a los periodistas de Primera Hora que anduvieron por allí que eran las primeras personas de afuera que se veían. Otros exclamaban ¡llegó FEMA! cuando veían la Ford Explorer maniobrando laboriosamente por las estrechas y todavía enfangadas carreteras. 

 Una de estas fue Awilda Figueroa, quien vive sola con sus dos hijas, de 20 y once años, en una casa que queda prácticamente a orillas del imponente río Prieto, que el día de la tormenta se salió de su cauce y se metió en la planta baja de su casa, acabando con su lavadora. En casa de Awilda, para rendir la comida, se come ahora dos veces al día. Solo desayunan y cenan. En el medio meriendan alguna galleta y “si aparece alguna vianda les hago almuerzo con viandas”. Ella es otra de las que la Tarjeta de la Familia no le ha servido para nada. 

Lares, quizás conviene recordar, es el municipio de Puerto Rico con mayor proporción de su población dependiente de la Tarjeta de la Familia: según estadísticas del Departamento de la Familia, el 57% de los lareños no come si la Tarjeta de la Familia no sirve, como es el caso a dos semanas de María. 

“He ido al supermercado, pero no hay sistema”, dice Awilda, a quien le queda comida para tres o cuatro días más. La mujer tampoco tiene agua potable y lavó ropa a mano con un hilito de agua turbia que sale por su grifo. 

Daniel Soto Acevedo, quien tiene 61 años y cuida solo a su padre, Daniel Soto Pérez, de 92 años, come porque vecinos le llevan comida. Toda la energía de su vida está concentrada en una ardua lucha continua por conseguir la gasolina que le permite prender el generador que a su vez permite darle las cuatro terapias diarias que necesita su padre para sus padecimientos de asma. 

El anciano, que es no vidente, padece también de artritis, espasmos musculares y recién fue operado de úlceras en el estómago. 

Los dos Daniel fueron arrinconados por el huracán, que arrancó parte de la vivienda principal, en un cuarto pequeño, oscuro, caluroso repleto de cables, maquinaria médica, medicamentos, ropa tendida sin lavar a ver si se puede usar otra vez. Un poco más arriba un derrumbe se llevó dos casas y las tiró al río. 

En el medio del cuarto, el anciano acostado en la cama, el hijo a su lado. “Comemos gracias a mis vecinos, que, de verdad, son mi familia. Yo tengo mi familia, pero ellos tienen sus propios problemas. No tienen gasolina ni para ayudarme”, dice Daniel, el hijo.

Poco para dar

El alcalde de Lares, Roberto Pagán, está consciente de los problemas que hay por acá arriba. Él mismo, de hecho, sugirió a los periodistas que vinieran a explorar por esta zona y mandó a un empleado municipal para que los guiara. El municipio ha hecho esfuerzos por limpiar la carretera, pero las lluvias vuelven a bloquearlos. “Tenemos muy poco para darles”, dijo, en una entrevista el viernes pasado. 

Ese mismo día, dos helicópteros de la Guardia Nacional aterrizaron en el parque de pelota con suministros. El lunes, efectivos de la Guardia Nacional volvieron a preguntar qué más hacía falta. Lo poco que llega, al parecer, se queda en los sectores más cercanos al casco urbano. 

En Castañer, que tiene todas las características de un pueblo pequeño, pero oficialmente es un barrio de Lares, la Guardia Nacional llevó el lunes 500 galones de diésel para el generador del Hospital General de Castañer, que da servicio a barrios de este municipio, de Yauco, de Adjuntas y de Maricao, que entre todos tienen cerca de 20,000 habitantes. Eso da como para dos días y medio. 

El hospital nunca ha parado porque el personal se la ha pasado agenciándose, con mucho trabajo e imaginación, un poco de diésel aquí u otro allá. En el hospital también estuvo en estos días el secretario de la Gobernación, Ramón Rosario, llevando cajas de medicamentos. El director médico del hospital, José Rodríguez, dijo que los suministros permitieron suplir por unos días a los diabéticos, hipertensos y asmáticos que llevaban días sin recibir sus dosis.

La institución, que tiene 32 camas, no está haciendo hospitalizaciones porque no hay gas para hacerles comida a los pacientes. 

Mientras tanto, en los barrios más apartados, algunos de los cuales colindan con pueblos en apariencia tan distantes como Adjuntas, Yauco y Maricao, siguen abandonados, los derrumbes, las estrechas carreteras apenas abiertas. Las preguntas que sustituyen a los saludos entre los vecinos: ¿hay paso por Tres Cruces? ¿Hay paso para Castañer? ¿Llegó FEMA? Por la luz, el agua, el teléfono, el internet (que aquí no hay casi nunca, como quiera), por eso ni se pregunta. 

Y abajo, el ominoso rumor del río, que no calla nunca. Y arriba, el huracán que no se ha ido.