Mururi, Kenia. Apenas conocimos su nombre: Ana Karimi. Varias veces indagamos sobre la intrigante mujer, pero su rostro permaneció desconocido como un lienzo en blanco.

“Ella es una madre soltera desde hace años. Es una buscadora de trabajos”, comenta su vecina Jane Mdwigah.

Ana trabaja en las fincas y lavando ropa –o en lo que aparezca– para conseguir los chelines (moneda keniana) que tan siquiera le permitan adquirir alimentos para sus cuatro vástagos; eso es lo primordial, lo que resta va menguando en importancia.

Fue entonces que comprendimos la lastimosa escena: la bebé Sara –de menos de un año y que luce como una hermosa y regordeta muñeca de ébano– suele estar sobre la espalda de la doncella de la casa, Margaret Wangui, la hermana mayor, de 12 años de edad, que la sostiene dentro de un ancho pañuelo de colores, incluso para apaciguar cualquier intento de llanto, ya sea con leves brincos o cruzándosela hacia su pecho. Mientras tanto, se despoja de una infancia plena: le toca el rol de madre.

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Aquel 22 de abril, Margaret, de cabello enrollado en pequeños moños y contagiosa sonrisa, llegó al orfanato con Sara. No podía dejar pasar la ocasión especial: un grupo de puertorriqueños ofrecería la primera jornada de asistencia humanitaria que la organización sin fines de lucro A África con Amor celebraría en la instalación que aspira albergar –para principios de 2015– a un máximo de 150 huérfanos y huérfanas del pueblo de Mururi, donde residen con familiares o amigos debido a que sus progenitores fallecieron por la amenaza constante de la malaria, el tifus y el VIH/sida en este país de África Oriental.

La noticia de la llegada de una clínica de servicios médicos básicos y de la entrega de comida, ropa, zapatos y juguetes donados en la Isla se corrió como pólvora entre los miembros de la comunidad de chozas de madera, adobe, ladrillos y zinc, que contrastan con el abundante verdor, sobre tierra color ocre, de la floresta africana. Eran buenas noticias.

La misión estaba integrada por un grupo de 23 wazungu (palabra suajili en plural que significa gente blanca) dispuesto a compartir la abundancia de sus recursos y conocimientos en salud, educación, ingeniería, farmacia o, simplemente, en lo que pudiera hacer con sus manos. Fueron convocados por su fundador, el doctor Jesús Hernández, uno de los protagonistas del especial de Primera Hora Héroes de Mi Pueblo 2012. El “hombre que respira África” tenía el corazón desbordado de felicidad: el grupo era el primero luego de 23 años trabajando con la población keniana en situación de pobreza. “Esto ha sido un sueño. Le pedí a Dios muchas veces que enviara gente”, confiesa.

Hasta allí llegó Margaret. Sara urgía de atención médica. Su mano derecha sufría las consecuencias de una quemada. “Dice la hermana que se había quemado con agua hacía una semana, pero la cubrieron y ya”, comenta la doctora Blanca Plaza. La herida, sin embargo, daba la impresión de que había sido por tocar algo caliente como un carbón o leña, materiales que Margaret usa para cocinar la dieta básica del hogar, compuesta de frijoles, arroz, maíz y vegetales.

La mano de Sara –con vestimenta desaliñada que parecía que hace tiempo la llevaba puesta, pues se tuvo que cortar la camisa porque no salía por su cuello– estaba infectada y maloliente, sumándose una desgracia adicional a su vida: no usa pañal ni sabe chupar –lo que lleva a pensar que tampoco toma en biberón ni mucho menos es lactada– y estaba deshidratada. “Es un descuido porque sabes que no es algo grave, pero está así porque no la atendieron a tiempo”, dice Plaza.

En Kenia, el acceso a la salud es como intentar montarse en un tren en movimiento porque muchas familias no tienen dinero para cubrir su aportación al Seguro del Fondo Nacional Hospitalario (NHIF). Por eso, las clínicas itinerantes de la misión boricua en Mururi, Nakuru, Kibera y Mwea se llenaron de decenas de pacientes esperanzados en encontrar tratamiento para sus dolencias. Por ejemplo, para una de las mujeres atendidas en las clínicas, Margaret Njeri, de 40 años, la ausencia del NHIF la obligaría a “permanecer en el hospital y esperar por un buen samaritano o un familiar que te pague la factura”.

Njeri solía tener el seguro y dar su aportación, pero quedó desempleada y ahora depende de los frijoles que pueda sembrar y cosechar cada tres meses –el 70 por ciento de las mujeres del área rural subsisten de la agricultura, según el Fondo Internacional para el Desarrollo de la Agricultura (IFAD, por sus siglas en inglés). Si suman 90 kilos y los vende, obtendrá $25. Es un trabajo que requiere esfuerzo físico al pasar horas agachada sobre la tierra, en posición de 90 grados, y con el machete, la pala o el pico en mano. Pero a Njeri no le va bien. La actual temporada de lluvia (abril a junio) dificulta la entrada de ingresos. “No puedo cultivar muy a menudo. Y no tengo trabajo, así que tengo algunos problemas para conseguir dinero”, explica.

Era comprensible, entonces, pensar que la llegada de la doctora Plaza, y enfermeros como Juan Rivera, no estaba lejos de ser un milagro.

Le quitaron el tejido muerto y le inyectaron antibiótico, pero Sara lloraba al mero contacto con los isleños, ajena a que solo buscaban su alivio.

Doctora: “Ay, mi niña, qué abuso tenemos contigo”.

Enfermero: “Sí, qué crueles hemos sido”.

Mientras tanto, Margaret observaba maravillada las atenciones de los wazungu mientras se privaba de los juegos de los payasitos boricuas. Camina así por un rumbo de responsabilidades sin competencia que la alejan de una educación primaria plena ya que, aunque tiene acceso a esta, pues es gratuita, no hay garantías de que la esté aprovechando al máximo, además, su progenitora –hace años que no ve a su padre– no le puede asegurar la escuela secundaria, periodo que hay que costear. “Uno de los grandes problemas es que los niños no viven la infancia. En estos países olvidados, los niños no tienen infancia porque empiezan a manejar los problemas que tendrían que manejar los adultos”, compartió a preguntas de este diario la doctora en educación María Zorrilla.

Al tercer día de la jornada, la mano de Sara se veía mejor.

Doctora: “Mira esa mano, se ve bien”.

Enfermero: “Ya curó”.

Su dolor sanó, pero Sara y su gente necesitan esfuerzos solidarios in crescendo para superar la pobreza, y los boricuas, evidentemente, tienen mucho para dar. Mientras tanto, Ana Karimi seguirá siendo una entrevista pendiente.