Corozal. Los vientos del huracán María abofeteaban el casco urbano de esta ciudad con su desenfrenada ira cuando, de repente, inesperadamente, sin que nadie supiera en principio de dónde habían salido, retumbaron varios disparos. Los inquilinos del residencial Enrique Landrón se protegían de los vientos y de las lluvias en sus apartamentos, pero supieron que si disparos habían sonado, era que alguien, en medio de la potente tempestad, enfrentaba algún peligro inminente.

No se equivocaron.   

“Miramos hacia el cuartel y los guardias estaban en el techo. El río había crecido, había inundado el cuartel, las aguas seguían subiendo y ellos se iban a ahogar”, cuenta Vanessa Ortiz, residente del Enrique Landrón. 

Así empezó el operativo de rescate, improvisado, pero exitoso y no de pocas maneras heroico, mediante el cual varios jóvenes de un residencial público, con la ayuda de una unidad del Cuerpo de Bomberos, arriesgaron sus vidas en medio del huracán más potente que ha azotado a Puerto Rico en un siglo, para salvarle la vida a 19 oficiales de la Policía que habían quedado atrapados por las feroces aguas en un cuartel que a cada minuto amenazaba con colapsar y habían disparado para llamar la atención.

El miércoles 21 de septiembre, horas antes de la llegada a Puerto Rico de María, el teniente Félix Fuentes, comandante de distrito de Corozal, reunió a 18 de sus agentes, incluyendo cuatro féminas y les dijo que iban a pasar el huracán dentro del cuartel, para estar listos para salir a patrullar y atender las situaciones de emergencia que surgieran después de la tormenta. 

Fuentes había escuchado que el edificio, que queda en una depresión del terreno entre la cancha Carmen Zoraida Figueroa y el Centro Gubernamental de Corozal, estaba en zona inundable. Pero le habían dicho que, si acaso, al cuartel entraban ocho o diez pulgadas de agua. Protegieron lo que fuera menester proteger, cerraron todas las puertas y ventanas y los 19 agentes se dispusieron a esperar que pasara la tormenta para salir a cumplir su labor. 

De repente todo empezó a cambiar. 

“Fue a las 2:11 de la tarde. Eso nunca se me va a olvidar. El agua empezó a subir drásticamente”, recuerda el sargento Ángel Núñez. 

Varios puentes habían colapsado pueblo arriba, bloqueando el cauce natural del caudaloso río Cibuco. El torrente de agua, buscando el cauce perdido, se lanzó como una bestia alocada por la accidentada fisonomía de las calles del casco urbano de Corozal, barriendo todo lo que encontraba a su paso. Además del cuartel, arrasó con múltiples negocios y hasta con el Centro Gubernamental.  

En el  cuartel, el agua entró con estruendo de bestias, llevándose, primero, la ventana principal, inundando las celdas y el retén y llenándolo todo de lodo.  

Los agentes que estaban en el primer piso subieron de prisa al segundo. Un agente quedó encerrado en un cuarto del primer piso cuando la fuerza del agua pilló la puerta. El cuarto se inundaba velozmente. El agente les imploraba a sus compañeros que no lo dejaran ahogar. El teniente Fuentes, un policía clásico, frío y correcto, con 24 años en la fuerza, se emociona en esta parte del relato. 

Pide un momento para componerse y seguir contando. “Ese hombre pidiendo que no lo dejáramos ahogarse… no podíamos dejarlo”, cuenta, con un hilo de emoción en la voz que no puede disimular.

Sobre la puerta del cuarto, hay, había mejor dicho, un cristal.  Algunos agentes, luchando contra las aguas que seguían subiendo sin parar, rompieron el cristal con un hacha. El agente escaló la puerta y logró escabullirse por el espacio de no más de dos pies.  

Una vez en el segundo piso, los agentes se sintieron seguros, pero solo por unos minutos. El agua seguía subiendo. Había acabado con todo en el primer piso del cuartel y ya inundaba las escaleras ascendiendo amenazantemente al segundo piso. 

Tomaron la drástica decisión de subir al techo. Los vientos de María soplaban en ese momento en todo su horrendo esplendor. Las comunicaciones internas de la Policía habían colapsado. Las comunicaciones telefónicas también. El teniente Fuentes entendía el riesgo de subir 14 hombres y cuatro mujeres al techo de un edificio en momentos en que un huracán categoría 4 abrazaba al país.

Pero no tenía más opción. Dentro del edificio, entre otras cosas, varios agentes se habían intoxicado ya con el monóxido de carbono de la planta generadora. 

En el techo, se expusieron directamente a los vientos más potentes que ha visto este país en un siglo.  

Algunos agentes fueron derribados por los vientos. El teniente Fuentes, que seguía intentando infructuosamente comunicarse con el 9-1-1 para pedir rescate, ordenó que se acostaran en el suelo del techo entrelazados de brazos. Había agentes llorando, con crisis de nervios, dando por hecho que les había llegado la hora. 

Todos lo tenían bien presente en la mente: si el edificio colapsaba, hasta ahí llegaban. “Pensé mucho en mis niñas”, dijo el sargento Núñez, natural de Barranquitas, quien lleva 17 años en la Policía y tiene dos hijas de 13 y 7 años.   

Los agentes empezaron a orar. “Todos nos cogimos de la mano y empezamos a orarle a Dios y diciéndole que si era su voluntad que esta fuera nuestra hora, pues que lo aceptábamos”, dijo el teniente Fuentes. “Francamente, estábamos despidiéndonos”, agregó. 

“Le pedimos a Dios que calmara las aguas porque esto se había salido de control y aunque usted no lo crea, esas aguas empezaron a bajar”, agregó, por su parte, el sargento Núñez. 

Luchando contra los vientos, el teniente se puso de pie para seguir tratando de establecer comunicación, cuando vio que en el edificio del Fondo del Seguro del Estado, cerca de un cuarto de milla más arriba, había un guardia de seguridad. Le hacía señas, pero el guardia no los veía. Tomó entonces la decisión de hacer varios disparos con su arma de reglamento. 

El guardia de seguridad escuchó los disparos, vio a los agentes sobre el techo del cuartel pidiendo auxilio y, también luchando con los vientos, fue hacia su edificio vecino, la Estación de Bombas. Los bomberos sacaron su camión y se acercaron lo más que pudieron a las embravecidas aguas. 

Alguien más había oído los disparos: los vecinos del residencial. 

“De momento, empezó a bajar la gente del residencial con machetes”, dijo Fuentes. 

Varios jóvenes del residencial empezaron a tratar de desbloquear el paso del agua cortando ramas y troncos que impedían que el agua siguiera avanzando. Cuando lograron que el nivel del agua bajara, Vanessa Ortiz, Francisco “Vico” Cruz y Damián Figueroa hasta el pecho se metieron dentro del agua y llegaron hasta el cuartel con una soga que les dieron los bomberos. 

“Los policías creían que se podían ir con la corriente, pero el agua estaba calmada”, dijo Vanessa.

Los agentes bajaron al primer piso, caminaron con el agua literalmente al cuello y uno a uno salían por la ventana, se agarraban de la soga que los jóvenes del residencial habían llevado y llegaban  poco a poco tierra firme. “El último que subió al techo fue este servidor y el último que salió del cuartel por la soga fue este servidor”, dijo el teniente Fuentes. 

Entre el momento en que empezaron a subir las aguas, hasta que fueron rescatados, pasó poco más de una hora. Una vez en tierra firme, los agentes, la gente del residencial y los bomberos lo que hicieron fue “abrazarnos y llorar y dar gracias a Dios”, dijo Vanessa.

Mujer menuda, de 31 años, madre de varios, muy articulada, Vanessa dice que nunca dudó de que tenía que desafiar las aguas para salvar a los agentes. “Muchos de esos agentes nos conocen desde pequeños y, en realidad, al ver tanta angustia y tanta desesperación, uno pierde el miedo… se me aguan los ojos nada más de pensarlo”, cuenta. 

Contrario a la experiencia en muchos sitios, en Corozal la Policía tiene relaciones cordiales con la gente del residencial. Aunque al final la estructura del cuartel resistió el embate de las aguas, esas relaciones cordiales pueden ser las razones por las que estos agentes están vivos.