Hace 13 años que Ricardo Fontánez perdió a su padre en medio de un violento incidente. La herida, sin embargo, aún está abierta.

Ayer, como la mayoría de los Día de los Padres, Fontánez llegó hasta el Cementerio Nacional de Bayamón a visitar el área donde están sepultados los restos de su progenitor, veterano de la Guerra de Vietnam.

Llegó a eso de la 1:00 de la tarde acompañado por su hijo, José Ricardo, de cuatro años. Le llevó una bandera de Puerto Rico firmada por su hijo y un cigarrillo de sus preferidos, el cual colocó encendido justo al lado izquierdo de la lápida. Siempre lo hace así.

“Yo siempre vengo, le doy su cigarrillito y cuando se lo fuma me voy”, indicó evidentemente atribulado Fontánez mientras su pequeño se le recostaba en el regazo.

A su hijo lo lleva consigo para contarle cómo era su abuelo. De su papá recordó que “era lo mejor del mundo”. “Él estaba ahí siempre. Me recuerdo que un día como hoy yo tenía un four track y no le podía cambiar una goma y él en segundos me la cambió. Los papás son increíbles”, dijo.

“Yo hubiera querido tener un papá, aunque fuera un tecato, un vagabundo. Todavía me hace falta como a un cachorrito que le hace falta su mamá”, indicó sobre lo fuerte que fue ver morir a su padre a los 14 años.

Con la llegada de su hijo ha aprendido a valorar aún más el amor de padre. “Le pedí una vez a Papá Dios sentir eso, lo que yo sentía por mi papá y Papá Dios me lo dio, me dio un hijo y ya yo sé lo que mi papá sentía por mí”, dijo.

Como Fontánez, fueron muchos los que ayer llegaron hasta el Cementerio Nacional a recordar a los suyos. Algunos le llevaron flores, otros colocaron globos que leían Happy Fathers Day y hubo quienes prefirieron dejarle una carta, rezarle un rosario o simplemente sentarse a su lado un rato.

La entrada y salida de vehículos al Cementerio Nacional, así como al Porta Coeli, también en Bayamón, no cesaba. Eran decenas los que llegaban para rezarles o “hablarles” a sus abuelos, padres, tíos, hermanos y suegros.

Venta de flores

Puestos apostados a la orilla de la avenida Comerío anunciaban que estabas llegando al camposanto.

Era el día ideal, no sólo para recordar a los padres, sino también para buscarse ese peso extra que tanta falta hace en estos días.

Se vendían ramos de flores naturales y artificiales de todos los colores, banderas de Puerto Rico y Estados Unidos, floreros y foam para enterrar las flores. Fácilmente, se encontraban más de cinco puestos de flores antes de llegar a ambos cementerios.

Otros vendían helados de frutas y botellas de agua a la salida de los cementerios, aprovechando el calor intenso que hacía.

Ya en la entrada del Porta Coeli, una guagua con un altoparlante sonaba la emblemática canción de Danny Rivera: “Mi Viejo” que, sin duda alguna, le erizaba los pelos a cualquiera.

María Luisa Colón fue una de las que llegaron al Porta Coeli para rezar en memoria del suegro de una de sus hermanas, ya que ésta vive junto a su familia en los Estados Unidos.

Después iba a visitar la tumba de su papá.

“Yo oro todos los días por todos y tengo mucha fe que al final de nuestro camino todos vamos a estar juntos”, dijo.

Usualmente, reza tres avemarías y tres padrenuestros, pero a su papá, Plácido Colón, a veces le trae una caneca y “se la deposito en la tierrita”.

Edith Soto llegó con dos ramos de flores rosas artificiales. Una para la tumba del mejor amigo de su difunto esposo y otro para éste. Están enterrados uno al lado del otro.

Su esposo murió el 9 de abril de 2005 y aún no ha podido recuperarse del todo de la pérdida de quien fuera su compañero de vida por 50 años, Agustín Soto.

“El 26 de diciembre de 2004 celebramos nuestro 50 aniversario... y cómo bailó ese día, pero la alegría nos duró tres meses”, recordó la mujer de 77 años.

Los primeros meses iban semanalmente a visitar la tumba, pero ahora va mensualmente, “porque siempre salía llorando”.

“Nosotros estábamos siempre juntos, viajábamos en barco, viajábamos a California. Éramos un matrimonio bien unido y bien fiestero. Parecíamos novios”, indicó sin poder contener las lágrimas.

Su único amor...

Ignacia Mullert estuvo más de media hora sentada en su silla de ruedas a la orilla de la tumba de su esposo por 57 años. Hacía tiempo que no iba, porque depende de que sus hijos la lleven.

De su esposo recuerda “lo maravilloso que era”. Fue su primero y su único amor.

Carlos Aponte es otro de los que un día como ayer disfruta de pasar un rato recordando a su papá, quien murió en 2002 a los 84 años.

“Siempre estuvo conmigo, y aunque me tuvo a una edad mayor, hacía lo imposible para compartir conmigo”, recordó Aponte, mientras sus niños ajenos al dolor corrían de un lado a otro.

Aponte colocó un ramito de rosas blancas en la tumba de su padre.

Para Carmen Aida González, ir a visitar la tumba de su esposo es ya una costumbre. Así lo hace cada último domingo del mes junto con familiares. Después se reúnen a compartir.

De su esposo, González recordó la pasión que tenía por la música, la cual heredó uno de sus hijos, y lo buen padre que fue. Lo negativo que pudo haber tenido no lo recuerda, dijo.

González llevó un ramo de flores naturales que contenía girasoles, claveles y otras clases de flores.