Vega Baja – No hay jóvenes arremolinados a la entrada de Escuela Superior Lino Padrón Rivera. Tampoco se escuchan el cuchicheo y las risas de los cuerpos jóvenes.

Ahora un hombre en sillón de ruedas -debido a la amputación de una pierna- se aloja a la entrada del recinto. Mira hacia el horizonte. Permanece indiferente a los visitantes que llegan al lugar y a las diferencias de los nuevos inquilinos.

En el opaco pasillo del plantel, que no cuenta con luz y agua, una anciana en andador se acomoda frente al baño donde la mayoría de las paredes de los inodoros están salpicadas con excremento. Otro viejo con una pierna hinchada y roja como un jamón se mantiene callado en una silla de oficina con ruedas negras, que utiliza para desplazarse por el lugar.

De pronto una voz de hombre quiebra el silencio de la tarde.

“Estas no son condiciones para estar. Aquí hay gente sin insulina, con problemas de respiración, medicamentos fuera de la nevera, un bebé con bronquiolitis. Aquí hay ancianos que llevan días sin bañar. Esto es un abuso”, suelta indignado Víctor Daniel Montañez.

Parado frente a la puerta del baño comunal, el hombre de 37 años alza la voz para denunciar las condiciones precarias en las que viven los 152 hombres y mujeres, que residen en el lugar tras la embestida del huracán María el pasado 20 de septiembre. Muchos quedaron sin hogar. Otros esperan para retornan a sus casas.

Enfadado, el hombre sin camisa explica que la escuela cuenta con una planta eléctrica, que no funciona, y que los refugiados solo reciben agua de un camión cisterna.

A 31 minutos de San Juan, donde miles de residentes ya duermen con aire acondicionado, decenas de refugiados de la llamada Ciudad del Melao Melao parecen olvidados a su suerte. Duermen hacinados en salones calurosos y se tiran agua al cuerpo con un cubo. Como la escuela no cuenta con las facilidades para ducharse, los nuevos residentes improvisaron una ducha en el baño para las personas con impedimentos.

“Estas son cosas que duelen. Aquí hay personas que llevan días sin bañarse porque físicamente no se pueden atender”, apunta sobre el refugio, donde una tercera parte de sus huéspedes son ancianos.

“Pero nosotros los títeres somos los que damos la mano porque si no, no se hace nada”, agrega, mientras Marilyn Andino se acerca a la anciana del andador para ayudarla con el baño.

El único refugio abierto en Vega Baja es administrado por Henry Santiago y Sheila Cruz, dos empleados de una compañía privada contratada por el Departamento de Vivienda.

El dúo reconoce las carencias del albergue: falta de agua potable, luz y de personal para ayudar en las labores de limpieza y cuido de los viejos. El camión cisterna lleva agua cada dos días.

“Hacen falta ama de llaves”, apunta Santiago.

El Departamento de la Familia y la Cruz Roja han visitado el lugar. Iglesias y organizaciones también ha donado ropa y productos de primera necesidad, que son administrados por dos voluntarios en una tiendita que los residentes bautizaron “Walmart”.

Pero Roberto Pereira y Carmen Vargas denuncian que esos artículos están racionados.

“Te dan un rollo de papel de baño de baño para 23 personas”, apunta Pereira, un vendedor de 54 años.

Tampoco reciben suficientes artículos de aseo o limpieza. Por ejemplo, reciben medio jabón para bañarse y una muda de ropa diaria. La leche escasea.

Las limitaciones son tan serias en el albergue que Vargas cuida de una anciana de 102 años, que duerme en un catre. La baña y le da los medicamentos. También ha pedido -sin éxito- un colchón de gel para no lastimar las úlceras que han comenzado a sanar en su piel.

“El caso lo tiene el Departamento de la Familia, pero la trabajadora social dijo que se va a tardar porque no tienen sistema”, explica Vargas sentada a poca distancia de la anciana, que duerme indiferente a las voces a su alrededor.

Pereira señala que el generador de electricidad funciona porque lo han prendido, pero que no se usa porque no se ha realizado un trámite burocrático con el Departamento de Educación.

El desgaste también aflora en el ambiente. El tedio y la tensión se perciben en el aire.

“Ya no está la misma paciencia que al inicio. No hay mucha cooperación. Unos lavan el baño. Otros lo ensucian”, suelta Vargas.

Al final del pasillo opaco, en otro salón de clases se encuentra la tienda administrada por un Jesús Rosario, un voluntario de Vega Alta. Dice que el lugar solo abre de 9:00 a.m. a 4:00 p.m. por falta de luz. Reconoce el racionamiento de los artículos, pero explica que la limitación se impuso para evitar excesos y la escasez de los artículos.

“Hay que controlarlos porque si no se da un caos”, asegura, mientras afuera comienza a llover otra vez.