Corozal. Yeddiel José mueve sus bracitos y piernas con exaltación desde un colchón inflable, colocado en el suelo. Al lado derecho, está ubicada la cama de una plaza donde duermen sus progenitores, Jearaliz Maldonado Marrero y José Noel Albaladejo Peña.

A la izquierda, pegada a la pared, está su cuna, la que sus progenitores lograron rescatar de entre las pocas piezas servibles que quedaron en su vivienda, tras el azote en Puerto Rico del huracán María. 

El pequeño de 5 meses de nacido sonríe y balbucea ignorante de que su hogar desde hace 22 días es el salón de kínder de una escuela abandonada en el barrio Palmarito. 

Su madre, en contraste, luce agotada. Sus ojos gritan de miedo ante la posibilidad de que su niño se enferme, aunque en su voz proyecte que intenta mantener la calma. 

La familia se mudó a la escuela Antonio Rivera el jueves, 21 de septiembre, un día después de que el poderoso ciclón tropical, que entró como categoría 4, devastara la Isla y dejara a miles de puertorriqueños sin hogar. 

El plantel es uno de los 167 que el Departamento de Educación clausuró en mayo pasado, como parte de las medidas de austeridad. 

“Se destruyó todo, se fue el techo. Bueno, perdí la casa”, comentó la joven madre con resignación. 

“Es difícil porque uno pierde sus cositas, con tanto sacrificio que uno hace para tenerlas. Y que se pierda todo de la noche a la mañana, es bien duro”, continuó. 

A pesar de las limitaciones, Jearaliz y José Noel se han esforzado por darle calor de hogar a aquel frío salón por cuyo techo filtra el agua cuando llueve y donde el olor a humedad está más que presente. El armario de metal color crema, donde los maestros suelen guardar sus materiales, lo transformaron en el clóset del bebé, y los libreros, los convirtieron en alacenas, donde guardan los alimentos y artículos de primera necesidad que les llevan voluntarios de algunas iglesias, personal del Departamento de la Familia y el representante June Rivera. 

Para preparar los alimentos y calentar el agua para bañar al niño, el padre, quien es albañil, conectó el gas que quedó del comedor escolar a una estufa. Y hasta una bañera improvisó con planchas de madera que encontró tiradas. Allí no hay servicio de energía eléctrica y el agua llega con escasa frecuencia. 

La pareja optó por invadir la escuela junto a dos familias más porque consideraron que allí estarían más cómodos y privados que un refugio, y que el pequeño estaría menos expuesto al contagio de alguna enfermedad. 

“En el huracán, él estaba con bronquiolitis; yo lo tuve que sacar así y llevarlo con una doctora por aquí cerca. Ya él estaba con bronquio espasmo. Estaba asfixiado; me mandaron a darle terapia (respiratoria) de cada 15 minutos. Él ya estaba morado, buscando aire, asfixiado”, expresó la mamá de 20 años mientras ordenaba algunos de los suministros que les llevaron.

En otra de las aulas, Jenny Marrero, hermana de Jearaliz, hacía lo propio. 

Su casa, una construcción de cemento aparentemente segura, suponía servir de refugio para la hermana, el cuñado y el bebé hasta que un deslizamiento de terreno invadió la estructura y además de dañar sus pertenencias, puso en peligro sus vidas. 

La mujer duerme allí con sus dos hijos, Jedsiel y Jedniel Peña Marrero, de 8 y 9 años, respectivamente. 

“La casa está por dentro (llena de fango). Ha llovido todos estos días y se ha seguido metiendo la tierra. (El huracán) arrancó las rejas del frente, explotó una ventana, el portón de la marquesina está desbaratado, lo arrancó de la pared”, detalló. 

Jenny explicó que optó por seguir a su hermana y cuñado al plantel debido que el refugio más cercano en Corozal le quedaba muy lejos, y el más cercano a su vivienda que figuraba en las listas oficiales estaba cerrado. 

“No teníamos a donde más ir… No teníamos donde vivir ni donde quedarnos, y las casas se nos fueron por completo”, afirmó por su parte, Virginia Berríos Pérez, quien ocupa juntos a sus hijos adolescentes, Schadia y Reynaldo Otero Berríos, otro de los salones de la escuela, que ubica en lo alto de una montaña. 

“La casa era de madera y se fue completa. Perdí todo lo de adentro”, abundó la fémina, que es vecina de Jearaliz y José Noel.

Entre lo poco que pudo salvar de los escombros, está su cama, que aunque sufrió daños en la madera por la exposición al agua, le sirve para descansar en el oscuro salón, luego de haber conseguido secar al sol los “matress”. 

Vivir en una escuela abandonada no es la situación ideal para ninguna de estas familias, pero agradecen poder permanecer allí hasta que puedan reconstruir sus hogares o encuentren una alternativa de vivienda. 

“Ahora no tengo donde estar, tengo que estar aquí hasta que pueda. Yo espero que nos ayuden, que por lo menos, nos den una ayuda y podamos empezar a construir otra vez o reparar lo poquito que podamos rescatar de los riscos”, sentenció Virginia. 

Mientras su hija, de 15 años, lo más que desea es que puedan llegar a ser “como éramos antes”.