Cae la noche en Guánica y en el campamento principal del municipio, donde se refugian bajo carpas y en vehículos unas 540 personas, una familia acomoda a su niña para que duerma.

Su madre, Stephanie, la tapa con una frisa y le acaricia la carita. Como ocurre bajo todas las carpas, aquí, y por todo los pueblos y comunidades cercanos, la conversación gira en torno a un único tema: los terremotos y el enorme temor que provocan.

No han sido fáciles los últimos días. Pero el domingo, fue un pesar particular para esta familia, pues la nena cumplió 4 años y todo lo que había en planes para la celebración se esfumó con la interminable seguidilla de temblores que sacude al suroeste desde el 28 de diciembre.

“Saben, ayer 11/enero/2020 fue el cumpleaños de mi hija (sus terribles 4). Pasó, a las 9:39 a.m. 5.6 tembló todo. Ella llora y me dice, Mami: “el piso mueve”, y empieza a llorar”, lee el diario que lleva la joven madre en una libreta, como una forma de documentar todo lo que está ocurriendo.

Javier, el papá de la nena, relata que, aunque “fue un cumpleaños triste”, llegaron regalos de personas que arribaron desde la zona metropolitana y otros pueblos, así como de manos de un artista famoso.

El hombre exhibe en los ojos el agotamiento del insomnio, aunque cuando mira descansar a su pequeña se alcanzan a ver destellos que opacan fugazmente el cansancio.

Describe que en su casa, en el tercer nivel de un edificio del vecino residencial público, todo se cayó al suelo con las sacudidas, hay grietas en las paredes y escalones levantados. Ante ese panorama, han tenido que desalojar la residencia. En casa de parientes suyos, en Yauco y Guayanilla, también hablan de grietas, roturas y desalojo.

Una y otra vez reviven los momentos de los temblores más significativos de los últimos días. En especial el cantazo de magnitud 6.4 de la madrugada del 7 de enero.

Imágenes de una noche en el refugio ubicado en la zona urbana de Guánica.

Lo peor, insisten, es la incertidumbre, no saber qué va a ocurrir, cuándo volverá a temblar, cuán fuerte, cuándo podrán regresar a su hogar.

“Lo que uno extraña es la paz, la tranquilidad, no tener los nervios de punta”, recalca Stephanie.

“Ya con los nervios uno cree que está temblando. Ni sabes si está temblando de verdad”, agrega Javier.

La joven madre condena además que de parte de los oficiales de gobierno “no nos han dado ni una palabra de aliento”.

“Vienen a tomarse fotos con las casas que se perdieron, pero no dan ni unas palabras de aliento. Pero qué se puede esperar”, comenta con una mezcla de desencanto y resignación.

“Por lo menos hace fresco. Imagínate si fuera en verano”, cambia de tema Javier, con una sonrisa y el esfuerzo por buscar al menos algo bueno en la situación.

La nena ya duerme, y la pareja se acurruca a su alrededor, tratando de encontrar el ansiado sueño.

(Para Primera Hora / Jorge A. Ramírez Portela)
(Para Primera Hora / Jorge A. Ramírez Portela)

A pocos pasos, bajo otra carpa, en medio de los catres rodeados de bultos, bolsas, paquetes de agua y comida, otra familia se las ingenia para encontrar alivio en el desasosiego.

Claribel peina alegremente su cabello. Está contenta de que por primera vez en varios días se lo pudo lavar a gusto, algo que es casi un lujo bajo tales condiciones.

“Sí, sí, porque, hay que correr, asusta’o, pero bello y bien vestidito”, bromea su pareja, Francisco.

El baño y el aseo son justamente uno de los asuntos más complicados para los refugiados. Si bien hay cerca baños portátiles, están lejos de ser una solución adecuada cuando se trata de bañarse, que además tienen que hacer con botellas de agua.

Lavar la ropa es otra aventura. “Estamos improvisando. Tratando de sobrevivir. La primera vez trajimos la guagua y lavé entre las puertas y luego colgamos la ropa en las ventanillas y las puertas. Y yo abochorna’. Pero luego todo el mundo empezó a hacer lo mismo”, cuenta Claribel, mientras recoge algunas cosas en su esquina.

La carpa para guarecerse la recibieron el día antes. Y el sol ha pasado factura al punto que Claribel asegura que “estoy que me descascaro”.

Los mosquitos también se están dando banquete con toda la gente concentrada en un solo lugar, razón por la que Francisco anda echándose repelente.

“Son cosas que de pronto te das cuenta de que hacen falta, repelente de mosquitos, bloqueador solar, o hielo para poder tener agua fría pa’ los nenes”, comenta la madre y estudiante de enfermería.

Sin embargo, resalta Claribel, lo que no falta es alimento y agua para beber. “Con eso están bregando bien”, afirma.

De hecho, al comentarle que como miles de ciudadanos más, en mi vehículo traje conmigo algunas provisiones (agua, barras de granola y alimentos para mascotas) me dice que mejor la entregue en otro refugio, porque allí hay suficientes suministros. No pasa mucho antes de que aparezca el contacto de una persona que está coordinando esfuerzos en otro campamento cerca de Lajas y que al otro día recibiría agradecida esa ayuda.

Claribel aprovecha para expresar su agradecimiento a toda la gente que está cooperando con los damnificados. Habla como si lo hiciera a nombre de todos, reiterando de manera apasionada las gracias por esos esfuerzos.

Por otro lado, con la mayor y mejor organización del refugio, “hay bastante seguridad”, confirman. Es algo menos con lo que lidiar, y de paso un poco de serenidad.

La casa de la familia, en la urbanización Sagrado Corazón, la visitan a diario para dejarle comida y agua a la gata que prefirieron dejar allí porque hay más perros en el campamento. “Pero cada vez que uno va allí, tiembla”.

Alrededor de la pareja van y vienen tres niños y un muchacho. Francisco confiesa que “la noche la paso con la perse de que venga a pasar un terremoto fuerte. Te asustas con la sensación de que viene algo malo. Y los menores no duermen, y uno velándolos”.

“Al principio, ellos se asustaban más. Pero ya no tanto”, dice Claribel, señalando a los nenes.

(Para Primera Hora / Jorge A. Ramírez Portela)
(Para Primera Hora / Jorge A. Ramírez Portela)

Claribel enciende un cigarrillo. Con tanta ansiedad, asegura, volvió a fumar, luego de casi tres años sin hacerlo. “Pero le prometí a mis hijos que tan pronto se tranquilice esto, voy a dejarlo otra vez”, afirma.

En el catre al lado, Francisco atiende a su padre, Ángel, aplicándole una pomada a los pies, para evitar llagas, pues con los temores no se atreven a dormir descalzos por si hay que salir de pronto corriendo.

El hijo mayor, el muchacho adolescente, recarga el teléfono en uno de los generadores móviles que suple varias potentes luces que apuntan hacia el campamento. Las imágenes y la música al menos entretienen en estos largos días de aún más largas noches.

Uno de los nenes se hace un ovillo bajo una frisa entre los bultos. Papá y mamá hacen algo de orden en el desorden para acoplar la hilera de catres para que todos duerman.

Pasadas las 10 y media, hay tiempo para una partida de dominó. De todas formas, todos parecen tensos, como a la espera de algo invisible que está por ocurrir.

De pronto, aparece. El juego de mesa se interrumpe con un temblor.

“Cucha. Óyelo. ¿Lo sentiste? Por ahí viene. Ahí está”, dice con total confianza Ángel, casi al mismo tiempo que la tierra se sacude. De alguna forma, pudo escuchar el extraño rumor que salió del suelo junto con el movimiento de la tierra. De tanto ocurrir, ya están habituados a los remeneos.

Al cabo de varios segundos, revisan alguna de las apps en los teléfonos. En efecto, se confirma un temblor de magnitud 4.4. Minutos después, ocurre otro movimiento similar, de 4.6.

El juego sigue por un rato. Hasta que el cansancio vence.

Poco antes de la medianoche, el peculiar parpadeo de las luces de vehículos de emergencia irrumpe en el campo. Se trata de una ambulancia que llega a recoger y llevar a un hospital a una refugiada. El movimiento se realiza sin mayores contratiempos, y sin que casi nadie se percate, más allá de la familia de la mujer enferma.

Su esposo, un hombre mayor, preocupado, con la camiseta al revés tras ponérsela a toda prisa, insiste en que habría que tenerla en la carpa donde están las personas con más problemas, por su padecimiento. Conversa al respecto con unos oficiales de policía, que pasan luego el mensaje a los responsables de refugio.

Avanza la madrugada. La brisa se torna más fresca. Podría decirse que hasta un poco fría para algunas personas. La mayoría de la gente intenta prolongar el descanso por el tiempo que pueda durar bajo las frisas. Algunos pocos aun no consiguen el sueño, y se entretienen con el celular, o caminando errantes por algún lugar del campamento.

Uno de ellos, Jonathan, se acerca a abogar por una familia de cuatro que no tiene carpa para guarecerse, y permanecen bajo un toldo azul mal acomodado y medio caído, que se sacude con el viento entre dos almendros. Explica de manera apasionada que no habla por él, sino por las señoras que llevan días en esas condiciones. Muestra una foto de una de ellas, que duerme sentada, velando a la otra. Pide, por favor, que le ayuden a conseguir una carpa para ellas. Comentamos que podemos indagar en la mañana. Se siente más tranquilo y se retira agradecido.

Tras la conversación, vuelve la relativa calma. Solo se escucha el rumor de los generadores que abastecen las lámparas para mantener iluminado el campamento.

Ya en las horas previas al amanecer, los primeros movimientos alrededor del campo son de los cambios de turno de los miembros de la Guardia Nacional y la Policía que están allí dando seguridad.

Tiempo después, comienzan a levantarse poco a poco los refugiados. Caminan, aún medio dormidos y desaliñados como solemos estar todos al despertar, por la polvorienta ruta hacia los baños portátiles. Van con la botella de agua en mano, para poder lavarse los dientes.

Una señora recibe los primeros asomos del amanecer fumando con paciencia un cigarrillo. Otra, lee los mensajes en su celular bajo la luz de un farol.

Dos gatos que pernoctaban en su caja junto a su familia humana, ya se despertaron y observan atentamente por entre las rejas de metal lo que ocurre alrededor.

(Para Primera Hora / Jorge A. Ramírez Portela)
(Para Primera Hora / Jorge A. Ramírez Portela)

Un breve temblor avisa que este drama no termina aún, si bien está lejos de lo vivido noches antes.

Equipos de limpieza de Vivienda recogen la basura que quedó de la noche, para mantener el campamento los más limpio posible.

Otra familia pasea un perro hasta un yerbazal, bajo la atenta mirada de una nena, aún en pijamas. El perro recibe desde otra tienda el saludo de otra mascota, en forma de ladridos y meneo de cola.

Aprovechamos para cumplir con Jonathan e indagar por la carpa para la familia. De inmediato personal de Vivienda atiende el asunto. Hay espacio bajo la carpa 2, y allí le mueven sus catres y pertenencias. Aunque comentan que es muy probable que todo el campamento se mueva a la cercana pista atlética donde ya se han montado carpas más amplias para acomodar allí a un número mayor de refugiados, y dar mejor atención a los menores y las personas envejecientes y enfermas, que definitivamente son la reiterada mayor preocupación de todos en estas circunstancias.

El sol comienza a surgir detrás de la colina. Las primeras luces naturales, de color rosáceo, dan un poco de vida a la desolación. Al menos, fue una noche bastante tranquila y se pudo descansar. Los nenes recargaron las baterías y están listos para sus juegos y travesuras.

El día que sigue, pues ya se verá qué es lo que depara.