Las letras latinoamericanas han perdido a un baluarte del buen humor. El dibujante Roberto Fontanarrosa falleció hace unos días en la ciudad de Rosario, Argentina. Había nacido en 1944 y, además de otras diferencias generacionales, “El Negro”, como apodaban al humorista gráfico, era fanático del equipo Rosario Central.

Eso para mí es de por sí una afrenta pues yo soy “hincha” de Newell’s Old Boys, el acérrimo rival futbolero de nuestra ciudad. Esa diferencia nos marcó para siempre.

Rosario es una ciudad futbolera que está dividida entre los seguidores de Central y los de Newell’s. La disputa se remonta a principios del 1900 cuando el balompié empezó a ser profesional y hubo una propuesta para jugar un partido a beneficio del leprosario de la ciudad. Según la leyenda, los jugadores de Central se negaron a jugar sin cobrar mientras los de Ñuls decidieron lo contrario. Así nacieron los epítetos de “canallas” para los seguidores de Central y “leprosos” para los de Newell's.

En 1971 Fontanarrosa publicó un libro donde relataba el inolvidable gol gracias al cual mi equipo quedó eliminado en la semifinal del torneo nacional de balompié a manos de los “canallas”. Pero como la venganza es un árbol de raíces amargas y frutos muy dulces, tres años más tarde yo fui uno de los pocos afortunados en dar la vuelta olímpica en el campo canalla, tras un agónico empate en los últimos minutos que nos dio el campeonato a los “leprosos”. Para los fanáticos de Central fue su peor derrota y su mayor humillación.

Años después yo era un joven periodista en ascenso cuando llegué al bar El Cairo, en la esquina de Sarmiento y Santa Fe. Fontanarrosa y sus amigos canallas se sentaban en una esquina, los bohemios leprosos nos acomodábamos en otro rincón distante del mismo bar. A raíz de mi trabajo en el diario La Capital comenzamos a cruzarnos varias veces a la semana, pero esa confianza se enfrió el día que Fontanarrosa escuchó cómo me jactaba de haber dado la vuelta olímpica en su estadio. Desde entonces mantuvimos una extraña y lejana relación de admiración y odio mutuos.

Para mediados de aquellos años 70, Fontanarrosa creó una parodia de un agente secreto dibujado en tinta china. Así nació “Boogie, el aceitoso”, uno de sus más famosos personajes que semanalmente se burlaba de “James Bond” y de la sociedad norteamericana en la revista Hortensia.

Allí también vio la luz luego “Inodoro Pereyra, el renegau”, una historieta que mostraba las vicisitudes de un gaucho pobre con las famosas reflexiones de “Mendieta”, su perro flaco y pulgoso. A partir de allí se sucedieron tomos humorísticos de Fontanarrosa sobre los temas que más les gustan a los argentinos: el fútbol, el sexo, el fútbol, la política, la cultura, el fútbol...

Su prolífica pluma dio vida desde 1973 a viñetas diarias en la contraportada del diario Clarín y a varias novelas, entre ellas El área 18, El mundo ha vivido equivocado, No sé si he sido claro, Nada del otro mundo, Uno nunca sabe, El mayor de mis defectos y La mesa de los galanes, donde con su fino humor e ironía Fontanarrosa inmortaliza a una veintena de hombres que se reúnen todas las tardes en el mismo bar y según sus propias palabras “lo fantástico es que no se habla de nada importante, es la insoportable levedad de la conversación”.

Mi intuición me dice que de esas conversaciones nacieron sus mejores chistes y copiosos escritos. En el III Congreso de la Lengua Española que tuvo lugar en noviembre del 2004 su charla Sobre las malas palabras arrancó carcajadas tanto del público como de los letrados más encopetados. Ese año lo vi por primera vez en una silla de ruedas a causa de una esclerosis que lo obligó a dejar de dibujar.

Fontanarrosa falleció el pasado 19 de julio a los 62 años. Su entierro fue acompañado por cientos de personas. La marcha hacia el cementerio hizo una parada frente al “Gigante de Arroyito” (el estadio de Central). No me cabe duda de que el “canalla” descansa en paz.