Columnista invitado: Carlos Vives, cantautor

Un día vi llorar a mi hijo porque el Río Magdalena estaba en peligro. Mi esposa Claudia lo grabó espontáneamente y lo subió a las redes sociales. Recuerdo que el vídeo fue compartido poniendo a mi hijo como ejemplo de conciencia ambiental. De ahí en adelante vinieron un sinnúmero de preguntas de Pedro sobre la vida de agua. Y decidí escribir una historia para leérsela antes de dormir.

La historia comienza así: El viento movió la nube hacia lo más alto de la montaña y la acercó al páramo. Allí estaban los frailejones y el bosque de encenillos. Ellos extendieron sus manos, extendieron sus lenguas y todos sus cuerpos para tocar el aire y absorber, como esponjas, el agua. Condensaron. ¿Ustedes saben lo difícil que es condensar? Luego, el agua, que había estado desbaratada en las nubes, comenzaba a armarse gota a gota en las manos de los indios tayronas que la guardaban en lagunas sagradas y que la esperaban pacientemente para depositarla en el musgo que hizo su trabajo y filtró el líquido precioso. Lo que había sido aire se hizo pequeño flujo y cruzó el bosque andino cantando alegremente un bambuco y hasta un torbellino dejó al pasar. Así, creciendo, más y más, llegó al bosque húmedo tropical y, con lo justo, hizo florecer la huerta de Marcelino, un campesino de la región, siguiendo alegre su rumbo hacia la sabana. Cantó un vallenato libre, al mismo tiempo que crecía en volumen y tamaño. Los animales se acercaban y ella generosa se daba, con frescura y alegría, calmando la sed de todos los que en paz venían a buscarla. Se hacía grande y espumosa a medida que avanzaba. Sentía crecer su emoción ante la cercanía de una inmensidad que la esperaba y esa era su felicidad: correr, dando forma a la tierra, alegrando a los niños a su paso, que saltaban de piedra en piedra, pescadores en las orillas y un profundo deseo de llegar al mar, como el de todos… Para luego volver a ser nube y jugar con el viento en las puntas de las montañas.

Pedro me miraba con los ojos fijos en las imágenes que la historia describía, como si las viera, como si estuviéramos juntos frente a ellas, mirando todo pasar. Y la historia siguió así: Un día, el agua bajó por los frailejones, acarició los líquenes y jugueteó esponjosamente en el musgo. Pero, cuando quiso salir, ya no encontró a sus amigos tayronas que la protegían. Al llegar al bosque de niebla una sombra se atravesó en su camino. Una sombra bípeda, una sombra alargada, una sombra que tenía manos capaces de atrapar. Esa sombra la secuestró. Asustada, el agua trató de huir. Y aunque perdió parte de ella, logró escapar. Pero no llegó muy lejos. Al entrar al bosque se dio cuenta de que ya no estaba Marcelino, su amigo. El bosque había sido talado y su camino erosionado. Se deslizó bruscamente entre las rocas, tratando de huir, pero se desmoronó con la tierra y causó daños. Llena de miedo y sin la fuerza de antes llegó a la sabana. En vez de crear fue destruida, dragaron su cauce y fue contaminada con líquidos de colores ajenos. Entonces se dio cuenta de que ya no era la misma. Con todo y eso mantuvo sus ganas de vivir y de volver a encontrarse con el mar. Sintió su presencia cercana y eso la animó. Pero al cruzar el pueblo de las sombras alargadas, recibió tal cantidad de bolsas plásticas repletas de basura que se sintió exhausta. Ya no tenía la fuerza para llegar a su anhelado encuentro y se quedó allí, mirando el mar, sintiendo que moría lentamente.

Terminada la historia, Pedro me miró y vi en sus ojos el brillo inconfundible de la esperanza, de una edad que debería durar para siempre, dispuesta a la ternura con la tierra, con los ríos, con la gente, con su país. ¿Será posible que podamos devolverle al agua su camino?