Mi hijo anticipaba su regreso a clases con alegría y entusiasmo. Este verano se trabajó mucho con su autoestima pues, como varón de 14 años con un desarrollo precoz, su cuerpo lo agobia con ese estado de crisálida velluda que, aunque feucha, contiene la promesa futura de la mariposa. Entrenó fuerte en artes marciales y alcanzó el peso y condición óptimas para deshacerse de los cachetes y panza infantiles que le recordaban ser el niño dotado varios años menor que sus compañeros de clase (esfuerzo que le ganó además pasar de alumno a aprediz de maestro por su disciplina). Se sometió a la tediosa rutina de afeitarse. Se despidió de camisetas de Star Wars, de sus chaquetas y botones alusivos a series de ciencia ficción, de sus pulseras de la amistad, de cadenas y sortijas de Naruto... En fin, que llegado el primer día de clases había más de él dentro que fuera del armario. Y llegada la semana previa a clases, renunció a su hermosa melena. Pero salió de la barbería orgulloso y contento con su aspecto. Anticipando mostrar en su regreso a la escuela su triunfo sobre el aspecto de la crisálida.

El primer día de clases lo dejé temprano en la entrada de la escuela muy contento, lo cual comuniqué a amigos y familiares con esa satisfacción y alivio que los padres de adolescentes pueden entender. Partí, al verle cruzar el umbral con paso alegre de resorte, sin imaginar que sería recibido por un administrador que, pasando por alto su felicidad y recién estrenado aspecto viril acicalado, solamente se fijaría en criminalizar sus nuevas patillas con una carencia de asertividad espantosa. Y así pasamos del proceso de aceptación de la velluda crisálida, portando orgulloso sus patillas pacifistas a lo John Lennon, a la desilusión y a la violencia del prejuicio prepotente, listo con sus tijeras para cortar las alas a la mariposa.

Yo traje a un adolescente (con todo lo que ello implica) feliz y motivado ese primer día de clases. En menos de 48 horas me han devuelto a un chico resignado que ya ha perdido de sus ojos el brillo del primer día.

Que sean sus mentores quienes hayan minado su estado de ánimo y autoestima es inaceptablemente agravante.

Recientes e innumerables investigaciones de psicología escolar y social confirman el papel que juega la autopercepción positiva en la motivación y el compromiso que redundan en aprovechamiento académico. Elevar niveles y calidad de autopercepción y autoestima pueden tener gran peso en las aspiraciones, conductas y resultados académicos de un estudiante. Minar la autoestima de un alumno adolescente a penas iniciado el curso escolar cuestionando su apariencia es inapropiado, poco compasivo ante la etapa de desarrollo ya complicada de la adolescencia, se aleja de los principios cristianos de amor sin prejuicio y pone en evidencia una preocupante carencia de herramientas para el manejo apropiado de un sistema eficientemente educativo que fomente el fortalecimiento de los lazos de los alumnos con su comunidad escolar.

Confieso que me desagrada el tener que argumentar la causa del aspecto de mi hijo. Me parece innecesario e irrelevante ante tantas otras necesidades imperativas para la optimización del sistema educativo. Pero levanto causa, teniendo más que claro que el aspecto de mi hijo no agravia a nadie más que a burócratas que, pendientes a nimiedades, se perdieron y echaron a perder el hermoso regalo de un estudiante entusiasta. Y no cualquier estudiante... un niño que comienza a ser joven y suma esto a los retos de ser dotado intelectualmente, diferente, incomprendido e inatendido por un sistema que pasa por alto su potencial mientras se entretiene en insignificancias que nada aportan al aprovechamiento académico o al desarrollo socio emocional de los alumnos.

Me pregunto si la misma atención que reciben las hermosas patillas de mi hijo la reciben la implementación de las normativas que regulan, tanto en su colegio como a nivel estatal, el prohibir los aparatos electrónicos que afectan nocivamente las horas lectivas y dificultan el desempeño tanto a estudiantes como a maestros.

Me pregunto si la misma atención que reciben las hermosas patillas de mi hijo la reciben la creación de actividades curriculares y extracurriculares que ofrezcan una alternativa de aprendizaje lúdico que sirva de aliciente y motivación a los alumnos para despegarse de sus electrónicos durante horas lectivas.

Espero que la misma atención que reciben las hermosas patillas de mi hijo la reciba el impulso al equipo de ajedrez de la escuela, al cual mi hijo pertenece. Que se les provea de un espacio de entrenamiento para fomentar en ellos el sentido de pertenencia y el orgullo de representar a su comunidad escolar. Sin mencionar la cantidad de oportunidades de enriquecimiento académico a las que le expone este deporte.

Espero que la misma atención que reciben las hermosas patillas de mi hijo la reciba el derribar la muralla medieval que se levanta entre el aula y los padres. Que mi hijo y yo recibamos un prontuario detallado de cada curso para saber qué día se estudia qué cosa y así poder ser capaz de asumir en pleno la responsabilidad de apoyar a mi hijo en su proceso de formación. Que se fomente en los maestros el sostener comunicaciones que cultiven alianzas sin que medie la hiperburocracia. Me consta que los maestros están dispuestos a ser facilitadores si el protocolo se lo permitiera.

Mil veces bendecidos los vellos faciales de mi adolescente hijo si promueven la reflexión que genere la compasión necesaria y esperada del cristianismo germinado de la humanidad de un líder melenudo y barbudo cuyo espíritu espero acompañe a cada miembro de su comunidad escolar.

A todos ustedes, bendiciones.

Rosalba Medina Ortiz es comunicadora, activista, estratega digital y aspirante a psicóloga especializada en salud organizacional y social.